Constantemente estoy visitando las parroquias de la Diócesis. El motivo más frecuente es para participar en sus fiestas patronales, ya sea de toda la parroquia o de pueblos filiales. Me lo piden los sacerdotes y especialmente los laicos. Yo me esmero en hacerme presente y compartir la respectiva fiesta patronal. Es una forma concreta de acompañarles en su vida cristiana y de confirmarlos en la fe, como Jesucristo lo decía a Simón Pedro para bien de toda la Iglesia.
La fiesta patronal es un momento y una vivencia muy especial para la comunidad. Hay regiones en la Diócesis en que al trasladarse la gente a compartir la fiesta de un pueblo vecino, sea de la misma parroquia o incluso de parroquia diferente, llevan también en peregrinación al Santo patrono de la propia comunidad. Este hecho me hace reflexionar en lo que decimos cada vez que recitamos la oración del “Credo”: “Creo en la comunión de los santos”.
El santo por excelencia es Dios mismo, Dios Trino y Uno: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Luego está la Virgen María, mamá de Cristo Jesús, el Hijo de Dios hecho Hombre. En seguida están los hombres –varones o mujeres- que en diferentes épocas y lugares han dado testimonio heroico de Cristo.
A lo largo de este mes de junio hemos celebrado algunas fiestas muy significativas en la Diócesis, por ejemplo de Jesucristo en el título de su Cuerpo y Sangre, o de su Sagrado Corazón, el domingo celebraremos al Señor de las Indulgencias en El Sagrario; también hemos celebrado la fiesta de la Virgen María en el título de su Corazón Inmaculado, o del Perpetuo Socorro; o las fiestas de san Antonio de Padua y de san Luis Gonzaga; viene la fiesta de san Pedro y san Pablo, columnas de la Iglesia.
En el Catecismo de la Iglesia Católica encontramos páginas valiosas y profundas de lo que significa creer en la comunión de los santos, en dos aspectos esenciales: creemos en la comunión de las personas santas y también en la comunión de las cosas santas que las personas han recibido de Dios y comparten entre si.
Al referirnos a la comunión de las personas santas, hemos de tener en cuenta a los que formamos la Iglesia en sus tres estados: En la Iglesia del cielo están los que ya gozan de Dios y con Dios, gozo que ya no puede acabar; son los santos en plenitud, que ya no pueden pecar, canonizados o no por la Iglesia, en que están incluidos familiares y amigos nuestros; también está la Iglesia de los que ya han muerto en gracia de Dios, pero cumplen su purificación en el purgatorio, para luego entrar a gozar plenamente de Dios; y estamos los que formamos la Iglesia en la tierra, quienes pedimos a Dios que reciba en su gloria a quienes están en el purgatorio, a su vez acudimos a los que ya gozan la glorificación, para que intercedan ante Dios por nosotros, de modo que vivamos santamente ahora y así en la vida futura podamos compartir su gozo eterno con Dios.
En cuanto a la comunión de las cosas santas, los Hechos de los Apóstoles nos hablan de la Iglesia en sus primeros años, que “todo lo tenían en común” (4,32), lo material y lo espiritual, con la disposición diligente para compartir lo propio con los necesitados, de modo que en verdad lo tenían todo en común. Esto incluye varios aspectos: la comunión de la fe en Dios Trino y Uno; la comunión de los sacramentos que se van recibiendo a lo largo de la vida; la comunión de los carismas, o sea de gracias especiales que el Espíritu Santo concede a las personas para el provecho común; la comunión de la caridad, de modo que si uno sufre, todos sufren con él, si uno es honrado, todos comparten su gozo (cfr. 1Corintios 12,26-27).
De esta manera, al celebrar a los santos patronos de nuestras comunidades o de quienes seamos devotos, lo hagamos confesando que creemos en la comunión de los santos, para buscar estar en comunión con las personas santas y también para compartir las cosas santas que hemos recibido de Dios, lo cual se exprese en nuestra oración y en nuestras obras de cada día.
+ Rodrigo Aguilar Martínez
Obispo de Tehuacán