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Manos limpias y corazón sucio

Reflexión dominical del 2 de Septiembre de 2012.

Un buen día los fariseos y escribas protestaron ante Jesús porque algunos apóstoles se ponían a comer sin lavarse las manos.

Por cierto que ellos mismos tenían la costumbre de “no comer sin lavarse antes las manos, restregando bien, aferrándose a las tradiciones de sus mayores y, al volver de la plaza, no comen sin lavarse antes, y se aferran a otras muchas tradiciones de lavar vasos, jarras y ollas”.

Jesús no entra en discusiones sobre la limpieza de las manos y va a la profundidad de un problema más grave que es lavarse mucho las manos y tener el corazón sucio.

Por eso advierte, con Isaías, “este pueblo me honra con los labios pero su corazón está lejos de mí. El culto que me dan está vacío porque la doctrina que enseñan son preceptos humanos”.

De esta manera Jesús los corregía porque se preocupaban de las tradiciones humanas y descuidaban los mandamientos del Señor.

Éste es, precisamente, el tema del día de hoy que nos presenta Moisés, de parte de Dios, en el Deuteronomio: “Israel, escucha los mandatos y decretos que yo os mando”.

Y les enseña: Si los cumplen tendrán la felicidad de una vida sana y podrán entrar en la Tierra Prometida. Más aún. El cumplimiento de los mandatos del Señor debe ser “sin añadir nada a lo que os mando ni suprimir nada”.

Luego les advierte Moisés que, del cumplimiento de los preceptos del Señor, depende también su fama ante los otros pueblos los cuales, al conocer cómo viven, dirán: “cierto que esta gran nación es un pueblo sabio e inteligente”.

Creo que antes de seguir adelante se puede sacar una conclusión bastante clara,  aplicando esto mismo a nuestro mundo que desprecia todos los preceptos del Señor, incluidos los de ley natural. Lo menos que se puede decir es que son poco sabios y poco inteligentes puesto que hacen sus propias leyes dejando de lado los mandatos y decretos del Creador.

Para Moisés el pueblo de Israel es una nación grande porque tiene a Dios siempre cerca cuando lo invoca y es quien le da sus preceptos.

El caudillo de Israel concluye:

“¿Cuál es la gran nación cuyos mandatos y decretos sean tan justos como esta ley que hoy os doy?”.

Santiago, por su parte, nos escribe a todos:

“Aceptad dócilmente la palabra que ha sido plantada y es capaz de salvaros. Llevadla a la práctica y no os limitéis a escucharla, engañándoos a vosotros mismos”.

Escuchar y no practicar nos hace siempre responsables ante Dios.

Esto mismo nos dirá Jesús en otra oportunidad:

“No todo el que dice Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos sino el que hace la voluntad del Padre que está en los cielos”.

En el salmo responsorial la Iglesia pregunta a Dios “¿quién puede hospedarse en tu tienda?” y responde con un sabio resumen de los mandatos del Señor:

“El que procede honradamente y practica la justicia, el que tiene intenciones leales y no calumnia con su lengua. El que no hace mal a su prójimo ni difama al vecino… el que así obra, nunca fallará”.

En la última parte del Evangelio, Jesucristo reprende a escribas y fariseos con estas palabras: “Dejáis a un lado el mandamiento de Dios para aferraros a la tradición de los hombres”.

Después, dejando de lado a sus interlocutores, se vuelve a la multitud para explicarles y concretar lo más importante: “escuchad y entended todos: nada que entre de fuera puede hacer al hombre impuro (“con esto declara puros todos los alimentos”); lo que sale de dentro es lo que hace impuro al hombre. Porque de dentro, del corazón del hombre, salen los malos propósitos, las fornicaciones, robos, homicidios, adulterios, codicias, injusticias, fraudes, desenfreno, envidia, difamación, orgullo, frivolidad. Todas esas maldades salen de dentro y hacen al hombre impuro”.

La lección de hoy está clara.

Quien no cumple los mandamientos podrá tener muchas apariencias de limpieza, pero su realidad es todo lo contrario.

En cambio, quien cumple los mandatos del Señor es feliz y hace felices a los demás.

José Ignacio Alemany Grau, obispo