Piden que la Iglesia hable para defender a los inmigrantes, para condenar a los banqueros sin escrúpulos, para exigir salarios justos, para criticar las injusticias de algunos políticos.
Piden que la Iglesia calle y que no defienda a los hijos antes de nacer, que no explique la verdadera naturaleza del matrimonio y de la familia, que no condene las injusticias de la fecundación artificial, que no exija el derecho a la educación según los principios deseados por los padres.
Es extrañamente paradójica esta esquizofrenia de exigencias: la Iglesia “debe” hablar si pide lo que unos desean, y “debe” callar si defiende principios que resultan inaceptables para esas mismas personas.
Pero la Iglesia no podrá nunca callar. Ha recibido un mandato de anunciar un mensaje que no es suyo. Tiene bajo sus hombros la exigencia del Evangelio de Cristo. Existe para defender el derecho fundamental de todo ser humano: buscar y acoger la verdad allí donde se encuentre.
La Iglesia, por lo mismo, defenderá el derecho a un empleo justo para todos y alzará la voz contra el crimen del aborto procurado. Exigirá que se atienda en sus necesidades fundamentales a los inmigrantes y hablará a favor del verdadero matrimonio. Pedirá que los enfermos reciban las atenciones médicas básicas y condenará como injusta y dañina la eutanasia. Promoverá investigaciones para curar a miles de enfermos necesitados de nuevas terapias, y pedirá que nunca un embrión humano sea destruido bajo la excusa de conseguir un interesante resultado sanitario.
Ante la alternativa “¿qué calle o que hable la Iglesia?” la respuesta es clara: la Iglesia hablará, sin miedo a las amenazas, desde el amor más profundo y completo a los hombres y a las mujeres, nacidos o por nacer, sanos o enfermos, ricos o pobres, que compartimos un mismo suelo y que avanzamos, día a día, hacia el encuentro eterno con un Dios justo y bueno.