Reflexión dominical para el 7 de Octubre de 2012. El matrimonio nunca puede ser un juego porque de él depende la felicidad no de una sola persona, sino del cónyuge y de los hijos.
Para la Iglesia el matrimonio es algo tan importante que quiere que sus hijos, en el santo matrimonio, “siguiendo su propio camino, mediante la fidelidad en el amor, deben sostenerse mutuamente en la gracia a lo largo de toda la vida e inculcar la doctrina cristiana y las virtudes evangélicas a los hijos, amorosamente recibidos de Dios.
De esta manera ofrecen a todos el ejemplo de un incansable y generoso amor, contribuyen al establecimiento de la fraternidad en la caridad y se constituyen en testigos y colaboradores de la fecundidad de la madre Iglesia, como símbolo y participación de aquel amor con que Cristo amó a su esposa la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella”.
Esta cita de la constitución dogmática del Vaticano II, Lumen gentium, es un poco larga pero les invito a meditarla. Si lo hacen encontrarán lo que constituye una gran riqueza de la Iglesia. Algo que el mundo no puede entender.
Veamos ahora cómo empezó todo, tal como nos lo cuenta el capítulo segundo del Génesis.
El párrafo está lleno de poesía y nos presenta una gran procesión de animales que Dios hace pasar por delante de Adán.
Adán “les pone nombre”, que significa que él es el dueño de todos.
Pero no quedó contento porque “no encontraba ninguno como él, que le ayudase”.
Entonces, la Biblia nos describe a Dios como médico cariñoso, haciendo la primera operación de la historia humana, y le presenta a la mujer, igual al hombre, porque la creó simbólicamente de junto al corazón.
Adán queda feliz: “ésta sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne”.
La conclusión la saca la misma Escritura: “por eso abandonará el hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne”.
Este es el matrimonio natural, tal como salió de las manos del Creador:
Un hombre y una mujer que perpetuarán la especie humana en la felicidad e intimidad del amor fecundo “de una sola carne”.
En el salmo responsorial se nos presenta la felicidad de un hogar que pide las bendiciones de Dios:
“Que el Señor nos bendiga todos los días de nuestra vida”.
Hablando del hombre: “dichoso el que teme al Señor y sigue sus caminos. Comerás del fruto de tu trabajo, serás dichoso, te irá bien”.
Y hablando de la mujer: “tu mujer como parra fecunda, en medio de tu casa”.
Y de los hijos, que serán “como renuevos de olivo en torno a tu mesa”.
Y la felicidad estará en gozar de los nietos: “que veas a los hijos de tus hijos”.
Jesús nos habla del matrimonio tal como lo hizo Dios en el comienzo de la creación, repitiendo las palabras del Génesis y confirmando la estabilidad y fidelidad con estas palabras:
“Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre”.
El Evangelio termina con una imagen dulce del Señor bendiciendo a los niños, que son el fruto del matrimonio entre un hombre y una mujer.
Sabemos que luego Jesús elevó el matrimonio a sacramento para santificar lo más bello y profundo del amor humano.
Es decir, un sacramento que debe basarse en el amor profundo, como nos recuerda Juan en el versículo aleluyático:
“Si nos amamos unos a otros, Dios permanece en nosotros y su amor ha llegado en nosotros a su plenitud”.
José Ignacio Alemany Grau, obispo