Es natural que brote una sonrisa al leer cómo pueblos del pasado explicaban los rayos, la lluvia, el sol y el viento como si cada fenómeno fuera causado por un dios más o menos poderoso. En el presente, sin embargo, perviven ideas parecidas. En concreto, cuando se habla de la «naturaleza» como si fuese una nueva divinidad.
Porque de vez en cuando surgen voces, no muy lejanas, que repiten una y otra vez ideas como las siguientes: “los hombres hemos castigado mucho a la naturaleza, y no tardará en llegar la hora en que ésta empiece su venganza. La tierra ha aguantado en silencio, pero cuando lo decida se sacudirá de la especie humana. No podemos ir contra las leyes naturales, pues éstas, algún día, nos darán un castigo ganado a pulso”.
En este tipo de fórmulas se esconden posiciones diferentes. Hay quienes no divinizan la naturaleza, aunque la tratan como si fuera un sujeto más o menos indeterminado y con capacidades de decidir qué hará en los próximos días. Otros usan el término naturaleza como sinónimo de leyes férreas que regirían el destino del mundo, sin darse cuenta de que las leyes describen cómo ocurren los fenómenos, pero no los causan.
No falta quien habla de “Gaia” para referirse al sistema de la tierra como si éste estuviese auto-regulado. Pero ese sistema, ¿toma decisiones? ¿No habría que considerar más bien que la tierra, con sus complejos equilibrios, reúne una serie de realidades cuyas relaciones varían continuamente a lo largo de los siglos y en ocasiones de modo imprevisible?
Considerar a la naturaleza como una entidad autónoma o incluso como una nueva divinidad resulta extraño. Lo más correcto sería reconocer que el mundo en el que vivimos está formado por realidades de diverso tipo que interactúan con modalidades diferentes.
Sí: bajo la palabra “naturaleza” algunos pretenden abarcar cosas tan diferentes como una roca de basalto, una golondrina y un estudiante de arquitectura. Cada una de las millones de realidades de nuestro planeta actúa de modo diferente y según su constitución propia, sin que exista una “mente” que mueva a todas como si fueran marionetas.
No existe, por lo tanto, una entidad superior llamada naturaleza. Existen cuerpos naturales (si se admite la distinción de Aristóteles entre natural y artificial). Entre ellos vivimos y morimos los seres humanos, los únicos (mientras no haya prueba contraria) capaces de actuar desde principios y con una voluntad libre, abierta a los más terribles delitos y a gestos de amor desinteresado, dispuesta al abuso sobre otras realidades naturales y humanas, o al respeto debido a los seres que compartimos un mismo suelo y una misma atmósfera en este planeta que llamamos Tierra.