Junto al hecho de recordar a nuestros difuntos y orar por ellos, es propicio pensar en nuestra propia muerte y prepararnos a ella, pero no viéndola como lo opuesto a la vida y como una tragedia; tampoco basta prepararnos con un espíritu de resignación, al aceptarla como un final irremediable.
Sin embargo es difícil superar esas perspectivas, porque se unen a un enfoque muy difundido, de considerar la vida en el sentido de un arco que se va elevando poco a poco a partir del nacimiento, con un lento crecimiento por ejemplo en lo biológico, en lo psicológico, en lo intelectual; pero que llega a una plenitud y luego empieza a decrecer, perdiéndose paulatinamente la vitalidad en lo biológico, psicológico e intelectual, hasta llegar a la muerte como el final de todo, si no es que la muerte ocurre bruscamente por una enfermedad mal atendida o por un accidente.
Para quienes tenemos fe, hay además un crecimiento moral y espiritual en que la vida no se ve en ese arco de elevación y luego irremediable declinación, sino de constante elevación hacia la plenitud.
El fundamento lo tenemos en el plan grandioso de Dios hacia nosotros: hemos sido creados a imagen y semejanza de Dios. Dios es nuestro origen y nuestra meta. Por lo mismo nuestro final no puede ser de total destrucción, para quedar sólo en el recuerdo de otras personas. Si nuestro inicio está en Dios, también nuestro final está en Dios. Y se trata de Dios Trino y Uno, el Dios que nos ha revelado Jesucristo. Obviamente, es una fe que se alimenta de una relación afectuosa y cálida con el Padre, con el Hijo y con el Espíritu Santo.
Esto es lo que le hace expresar a san Pablo, cuando se dirige a la comunidad de Filipos: “Para mí la vida es Cristo y morir significa una ganancia. Pero si continuar viviendo en este mundo va a suponer un trabajo provechoso, no sabría qué elegir. Me siento como forzado por ambas partes: por una, deseo la muerte para estar con Cristo, que es con mucho lo mejor; por otra, seguir viviendo en este mundo es más necesario para ustedes.” (Filipenses 1,21-24).
San Pablo ve la muerte como una ganancia –o sea como plenitud-, puesto que le permitirá estar totalmente unido a Cristo, su máximo tesoro; pero no desdeña la vida ni huye de ella, sino que ésta le posibilita seguir haciendo el bien a muchos.
Que ésta sea nuestra perspectiva: seguir viviendo de manera que podamos hacer el bien a muchos y anhelar la propia muerte como puerta de entrada a la vida de plenitud de unión con Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, vida que no tendrá final jamás.
Tehuacán, Pue., 8 de noviembre de 2012
+ Rodrigo Aguilar Martínez
Obispo de Tehuacán