“Tú lo dices: soy rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo; para ser testigo de la verdad”.
Inmediatamente surge una pregunta: ¿y dónde está ese rey y dónde está ese reino?
Cada uno de nosotros, algo así como Pilato, no aceptamos fácilmente que Jesús sea el rey que gobierna este mundo porque nos damos cuenta de que las cosas van demasiado mal para que exista un buen rey.
La mayor parte de los humanos, unos con la palabra y la mayoría con su manera de actuar, niegan el reinado de Cristo. Incluso hay lugares que lo tienen totalmente marginado y hasta prohibido que se le nombre.
Sin embargo, hoy Jesús nos advierte como ayer lo hizo con Pilato:
“Mi reino no es de este mundo. Si mi reino fuera de este mundo, mi guardia habría luchado para que no cayera en mano de los judíos. Pero mi reino no es de aquí”.
No deja de ser interesante que haya un rey que no se ve, que no tiene un ejército ni un poder visible.
Nosotros, los católicos, sabemos muy bien que hay un poder externo, material y pasajero, pero hay otro más profundo capaz de mover los corazones.
Lo muestran de manera especial los mártires que, seguros de que el Reino de Dios iba dentro de ellos, se jugaron la vida, que es lo más grande que tiene una persona.
La historia de la salvación nos revela la existencia de un mundo mucho más maravilloso que el de las galaxias, los pajaritos, las ballenas y la semilla de mostaza.
En esa vida, que nace de Dios y que nos lleva a Él definitivamente, existen maravillas que jamás pudimos imaginar.
En ella hay un Rey y hay un Reino.
En ese Reino hay armonía y felicidad.
Y todos, comenzando por el mismo Dios, quieren la felicidad para cuantos entran en la gloria.
Jesucristo, como Verbo encarnado, es el Rey enviado por el Padre para protegernos, gobernarnos y ayudarnos a conseguir la felicidad.
La liturgia de hoy nos invita a glorificar a este Rey maravilloso.
Comienza Daniel presentándonos una “visión nocturna: vi venir en las nubes del cielo como un hijo de hombre que se acercó al anciano y se presentó ante él.
Le dieron poder real y dominio; todos los pueblos, naciones y reinos lo respetarán. Su dominio es eterno y no pasa, su reino no tendrá fin”.
Me imagino que en este momento todos ustedes han volado a Nazaret con el pensamiento y les ha parecido escuchar la voz de Gabriel hablando con María:
“Será grande. Se llamará hijo del Altísimo, el Señor le dará el trono de David, su padre; reinará sobre la casa de Jacob para siempre y su reino no tendrá fin”.
Por eso, el salmo responsorial nos invita a repetir: “El Señor reina vestido de majestad, el Señor vestido y ceñido de poder”.
El Apocalipsis, a su vez, nos lo presenta como el príncipe de los reyes de la tierra que nos repite: “Yo soy el alfa y la omega, el que es, el que era y el que viene, el todopoderoso”.
A este Rey que “nos ha librado de nuestros pecados por su sangre” y nos ha convertido en un reino y hecho sacerdotes de Dios, su Padre”, tenemos obligación de glorificarlo: “a Él la gloria y el poder por los siglos de los siglos. Amén”.
Y con el versículo aleluyático lo glorificamos también con las mismas palabras del Domingo de Ramos: “Bendito el que viene en nombre del Señor. Bendito el reino que llega…”
Amigos todos, con este domingo, el último del tiempo ordinario, la Iglesia nos ha querido presentar a Jesucristo como Rey de todos los tiempos y dueño de la historia.
Ése es el sentido de la solemnidad de hoy que se titula “Jesucristo Rey del universo”.
No son los hombres que gobiernan unos años según su capricho, sino Jesucristo el único rey y Señor, porque trasciende el tiempo y “su reino no tendrá fin”.
Procuremos en este domingo glorificarlo y que meditemos el gran regalo que nos hizo Dios con el bautismo porque en ese día también nosotros comenzamos a ser parte de ese reino.
Sigamos felices y obedientes a Jesús porque todo el que es de la verdad escucha su voz.
José Ignacio Alemany Grau, obispo
Reflexión dominical para el 25 de Noviembre de 2012