Vaya que se ha puesto de moda nuestra Iglesia, con la renuncia del Papa. Algunos escriben maravillas y otros, pues dicen lo que opinan. La verdad es que estar dentro de ella me permite tener una mejor perspectiva.
Nos dicen que es una iglesia de pecadores. Es verdad. Me he dado cuenta de que los santos de nuestra Iglesia están en el cielo. Y tiene sentido. Puede que haya algunos santos anónimos de los que poco escuchamos, porque viven sin hacer tanto ruido, llevan una vida intensa y son felices. Sus vidas transcurren en la continua presencia de Dios. Pero apenas los conocemos. Y unos pocos irradian la santidad, la gracia de Dios en sus vidas, como la madre Teresa de Calcuta. El resto, aunque pecadores, somos santos… “en camino”. Un amigo me dijo recientemente: “Estamos en la iglesia para hacernos santos, porque no lo somos”.
El hecho es que estoy en una iglesia de pecadores. Y qué maravilla, porque nos invita a ser buenos y luego, amando un poquito más, a ser santos. Nos da la posibilidad de mejorar nuestra vida y enriquecerla con los sacramentos.
¿El camino? Ya lo conocemos. Es Jesús. Hace poco me encontré con un amigo en una iglesia. Me sorprendió porque mirando a su alrededor comentó: “Hace mucho que no vengo, pero aquí se respira una gran paz”.
“Es por esa paz que yo vengo”, le respondí. “Es la paz que te da la presencia amorosa de Dios. Los que la experimentan no suelen olvidarla”.
¿Qué nos pide Dios? Algo muy sencillo, al alcance de todos: amar, consolar, tener caridad, tratarnos como hermanos.
La verdad es que me siento muy a gusto en mi Iglesia. Sé hacia dónde voy y conozco el camino.
Se habla de la renuncia del Papa, del rayo que golpeó el Vaticano, del meteorito de Rusia… Y, ¿qué puede ocurrir con tantos signos? Pues nada.
Tenemos la certeza de que todo saldrá bien. La virgen en Fátima fue contundente cuando le prometió a los pastorcitos: “Al final triunfará mi corazón inmaculado y la humanidad disfrutará de una era de paz”.
Estos son buenos tiempos para confiar en Dios y seguir adelante, tratando de mejorar y vivir el evangelio. Son tiempos de santidad.