Es tiempo de América Latina. Una Iglesia vivaz, atravesada por las luces y las sombras, que afronta de lleno el impacto de los grupos evangélicos y pentecostales, que desde el año 2006 vive en un estado de misión permanente tras la cumbre de obispo de Aparecida en Brasil. De esta región viene Francisco I, el argentino Jorge Mario Bergoglio, un sacerdote de pueblo que llegó hasta el trono de San Pedro.
Un personaje de perfil bajo, que no ama hablar con la prensa, que se traslada en autobús o en tren a sus actos. Un pastor de la gente, capaz de pedir la bendición del pueblo antes de darla él mismo a los fieles, en su primera aparición en la Logia Central de la Basílica de San Pedro.
En América Latina vive más de 40 por ciento de los fieles católicos del mundo. Casi 500 millones de fieles con una lengua común, el español. Una parte del mundo con una catolicidad de “diversas almas” pero con problemas comunes. Azotada por el narcotráfico, la creciente inseguridad pública, la corrupción y el analfabetismo. Pero, al mismo tiempo, con enormes potencialidades. Con una juventud pujante, que todavía se siente atraída por valores como la familia, la amistad y la solidaridad. Con una tasa de natalidad muy superior a la europea y una religiosidad sencilla destacable.
Argentina no vive un momento de pujanza espiritual. En Buenos Aires y en la zona metropolitana de la capital del país, los templos no rebozan de fieles. La fe se sostiene con los ancianos, con las familias y se abre camino entre los pobres. Allí donde surgió el movimiento de los “curas villeros”, los sacerdotes de las “favelas”, aquellos que se han enfrentado a los vendedores del “paco”: la droga formada con los desechos del proceso químico de la cocaína pero de una una pésima calidad. Un producto que costa poco y quema el cerebro a los muchachos, los condena a la estupidez en poco tiempo.
“Él nunca me cortó las alas”, dijo este miércoles el padre Fernando, uno de estos curas “villeros”, poco después de saber de la elección de su arzobispo. Con eso quiso decir que Bergoglio siempre lo apoyó, incluso cuando los traficantes amenazaron su vida. Le permitió estar con los más pobres, los desprotegidos.
Ese es el mensaje de Francisco, un Papa tímido, parco. Que ha tenido una relación difícil con el gobierno de los Kirchner, primero del presidente Néstor y después de su esposa, la presidente Cristina Fernández. En varias ocasiones denunció públicamente la peligrosidad de su modelo político, populista y paternalista. Y esto no le granjeó la simpatía de los hombres del poder. Bergoglio no dudó, en su momento, de catalogar como una “movida de Satanás” la aprobación legal del “matrimonio” entre personas del mismo sexo en Argentina. Y cuando en el Congreso nacional se intentó discutir una ley de despenalización del aborto, a su convocatoria (lanzada juntos con grupos judíos y evangélico-pentecostales) respondieron varios miles de personas, que se congregaron en la Plaza de Mayo, la más importante del país.
Esa deriva que pretende aprobar legislaciones pro-gay, pro-aborto y abrir a otros temas similares en materia social incumbe toda Latinoamérica. Desde Brasil hasta México, la corriente aperturista se ha convertido en el principal desafío para los obispos, que muchas veces no han sabido afrontar con firmeza y convicción estos embates. Y no pocas veces su mensaje ha sido ridiculizado por una prensa particularmente hostil a las propuestas de la Iglesia.
Unos 520 años después de la llegada de la fe católica a América Latina, ahora esa porción del mundo ofrece su Papa a la humanidad. Un pontífice que, como él mismo dijo, “parece que los cardenales fueron a buscarlo casi al fin del mundo”.