El mundo pobre parece ensancharse, mientras otro mundo desarrollado, insensible al compromiso de los más necesitados, vive en el consumismo desenfrenado y en la ostentación de la riqueza. No podemos permitir que la inercia y el cansancio, la crisis económica y las graves restricciones presupuestarias, debiliten nuestro compromiso solidario, cuando está en juego la vida de personas. Por eso, a mi juicio, considero muy importante lo que acaba de recordarnos el Comisario Europeo de Desarrollo, Andris Piebalgs, al observar una reducción de los presupuestos en la ayuda oficial al desarrollo de la Unión Europea. Estima que no nos estamos moviendo en la dirección de alcanzar nuestro objetivo colectivo de destinar el 0,7% . Cuestión que debe hacernos reflexionar a todos.
La disparidad entre ricos y pobres se ha hecho más evidente en los últimos tiempos, incluso en las naciones más desarrolladas económicamente. Es un problema de conciencia que la humanidad debe resolver. De lo contrario, se agravarán los conflictos y se disparará la violencia. El día que tendamos al bien de todos y de cada uno, que el recurso de la justicia actúe, y que los compromisos hacia los marginados se hagan realidad, la pobreza dejará de existir. Lo sabemos, pero fallamos en el compromiso. Por desgracia, el mundo consume todas sus fuerzas en temas armamentísticos, lo que acarrea más tensión, y desvirtúa el compromiso de la lucha contra la marginalidad. Ha llegado, pues, el momento de que la ética de la igualdad se integre en la ética de la solidaridad. Debemos, sin duda, construir nuevas coaliciones de solidaridad, a fin de garantizar que la ética sea un diario en nuestras vidas, también para el comercio de armas.
En este sentido, la buena noticia de la Asamblea General de la ONU, aprobando recientemente un protocolo que instruye a los países exportadores de armas de asegurarse de que su expendio a un Estado no socave la paz ni la seguridad internacional o sean utilizadas para cometer violaciones de derechos humanos, es también un paso adelante en relación con esa pobreza extrema, que multiplica la discriminación debilitando hasta su capacidad participativa. Desde luego, la violencia armada mina los esfuerzos de erradicar la pobreza y crea un clima de terror y de temor entre toda la especie humana. Si invirtiéramos más en forjar la paz y el desarrollo socio económico en vez de las armas, en el planeta habría también menos peligros. Si la pobreza es un mal, la violencia armada es una enfermedad que deberíamos atajar lo antes posible. Menos armas y más alma es lo que precisamos los humanos.
Ya está bien de que las armas limiten el desarrollo de las personas, manteniendo la pobreza y la desigualdad, retroalimentando conflictos y generando problemas. Es el momento de actuar con contundencia, de hacer patente el compromiso con los marginados, y de que la pobreza siga destruyendo vidas inocentes y vulnerables. No lo olvidemos, casi siempre la pobreza tiene rostro de niño y de mujer. No sólo podemos acabar con este calvario que es la indigencia, sino que debemos hacerlo por obligación, puesto que la persona que llega a esta situación, o que nace con ella, frecuentemente es consecuencia y causa de abusos de los derechos humanos.
En el fondo, todos estos desajustes e inhumanidades es cuestión de compromiso. Al fin y al cabo, lo fundamental son las personas. La familia humana con toda su diversidad de culturas debe cuidarse y protegerse. Desde luego, no con la acumulación de armas que constituye por sí misma una amenaza para la paz y una provocación para los pueblos que les falta lo esencial para sobrevivir y desarrollarse, y sí mediante un clima de confianza y de cooperación solidaria que hay que instaurar con la prudencia necesaria, pero con la justicia precisa y urgente. A veces uno se pregunta, ¿dónde está el defensor de los oprimidos?, y lamentablemente sólo encuentra silencio y soledad en el camino.