Durante el tiempo de Pascua celebramos a Jesús que ha resucitado. Esto no significa sencillamente que ha vuelto a la vida después de haber muerto en la Cruz, sino que ha entrado en una vida nueva, la cual ya no puede terminar: vive para siempre, glorioso junto a Dios Padre y también junto a nosotros.
De la misma manera, esto no significa que Jesús felizmente haya superado el momento doloroso de su muerte en la Cruz. He escuchado una canción en que el autor pide una escalera para subirse y quitar los clavos de la cruz, como queriendo eliminar esa experiencia trágica. Esa no es nuestra fe. Jesús ha dicho algo muy diferente: así tenía que suceder. Su plan de salvación –así dispuesto por Dios Padre- incluye muerte en cruz y resurrección. Jesús resucita porque ha muerto. Jesús muere para resucitar. Es necesario unir en nuestra fe y vida el hecho de la muerte y la resurrección de Jesús. Para unirnos a Él con nuestra propia muerte y resurrección.
Decíamos que Jesús resucita entrando a una vida nueva. Cuando llegue el momento de nuestra muerte terrena, será también el paso a esa vida nueva con Cristo. Ese momento definitivo, doloroso pero también glorioso, lo hemos de ir preparando con aprendizajes constantes de muerte y resurrección: morir continuamente a nuestros egoísmos y pecados; resucitar continuamente creciendo en las virtudes humanas y cristianas.
En otras palabras: ir muriendo a la pretensión de que todo y todos giren en torno nuestro, a esos múltiples apegos que nos hacen apartar nuestra mirada y corazón de Cristo Jesús; e ir creciendo en todas esas virtudes, por ejemplo ser veraces, bondadosos, serviciales, solidarios, mantener la fe, la esperanza, amar de manera cada vez más desprendida, que nos mantienen con la mirada y el corazón en Cristo Jesús y en los demás al estilo de Cristo Jesús.
De esta manera ¡Felices Pascuas de Resurrección!
+ Rodrigo Aguilar Martínez
Obispo de Tehuacán