La laicidad puede ser usada para el bien y para el mal. Ocurre con esa palabra algo parecido a lo que ocurre con la palabra justicia: bajo un término tan noble unos han defendido a los inocentes y otros han pisoteado a los más débiles.
La laicidad es mal usada cuando sirve para arrinconar a las religiones y para prohibir a los creyentes participar justamente en la vida pública. Como también es mal usada cuando grupos de presión piden el reconocimiento de derechos que no existen, con menoscabo de la tutela de las personas y los grupos que sí merecen ser protegidos por la ley.
Por ejemplo, es un mal uso del término laicidad el que se da cuando se recurre a ella para legalizar un delito tan grave como el de eliminar la vida de un ser humano inocente (un hijo) antes de su nacimiento. O cuando se invoca para defender el reconocimiento como si fuese unión matrimonial a lo que nunca puede ser matrimonio por falta de algunas de sus características fundamentales.
El mundo moderno puede acostumbrarse a este tipo de abusos. Un término se levanta como bandera para que grupos de poder defiendan intereses que van contra lo propio de la ley, contra el bien común y contra los derechos legítimos de personas o grupos que en ocasiones quedan en el más completo desamparado.
Reconocer que hay malos usos del término laicidad prepara el camino para profundizar en el mismo, para defenderlo de manipulaciones, y para construir sociedades más justas y más participativas.
Sólo desde una actitud abierta, donde cada ser humano pueda intervenir en la vida pública con sus creencias sanas y con actitudes de respeto profundo hacia los demás, será posible encontrar ese modo justo de convivencia que una sana laicidad está llamado a tutelar y promover.