“La homilía es la piedra de toque para evaluar la cercanía y la capacidad de encuentro de un Pastor con su pueblo”, asienta el Papa Francisco en su exhortación sobre la Alegría del Evangelio. Le dedica dos apartados para enseñarnos qué es la homilía y cómo se prepara la predicación. Advierte que bajará hasta los detalles, porque “son muchos los reclamos que se dirigen en relación con este gran ministerio y no podemos hacer oídos sordos”. Vamos a entresacar y acomodar siete observaciones para evitar, dice, “los sufrimientos de unos al escuchar y de otros al predicar. Es triste que sea así”. He aquí el triste septenario:
Primero. Hacer de la homilía un anecdotario, un refrito de noticiero, un discurso socio-político, un desahogo personal o una clase. Esto significa no entender que la “homilía” es parte integrante de la acción litúrgica, que es la celebración que actualiza la obra salvadora de Jesucristo, que es siempre buena noticia, generadora de gozo y esperanza.
Segundo. Iniciar con retraso la celebración. Esto inquieta a la comunidad y la predispone contra el celebrante, además de ser un signo de irresponsabilidad. Con el ánimo perturbado no se puede escuchar con agrado la palabra de Dios, que requiere serenidad de espíritu para madurar.
Tercero. Confundir la asamblea eucarística con una reunión social, del tipo que sea. Sucede cuando el celebrante comienza saludando con un vulgar “buenos días”, y olvida que es el Señor Jesús quien congrega su pueblo, y no el celebrante. Menosprecia la presencia del resucitado en medio de los suyos, de la cual él es “signo sacramental”, no sustituto.
Cuarto. No guardar la proporción debida entre las partes de la misa ni el ritmo propio de la celebración. Predicación larga y anáfora corta y de prisa; homilías repetitivas, sin calor espiritual, sin lógica interna ni contenido sustancial. El Papa aconseja: una idea, un sentimiento, una imagen.
Quinto. Desconocer las leyes que rigen la historia de la salvación, cuya actualización está celebrando. En concreto, el nexo que existe entre las lecturas del Antiguo y Nuevo Testamento, su cumplimiento en la santa Eucaristía y su proyección a la vida. La Palabra se hace Sacramento y engendra vida.
Sexto. No prepararse espiritualmente, mediante la oración y el estado de gracia. Casi equivale a querer apropiarse de la obra de Dios, pues es Él quien mueve los corazones. Sólo quien tiene fe, puede hablar en la Iglesia: “Creo, por eso hablo”. Sin vida espiritual no se puede comprender ni comunicar el Evangelio, obra del Espíritu.
Séptimo. Olvidar que la Escritura es el libro de la memoria de una comunidad creyente. Debe leerse siempre “con el oído en el pueblo” para conocer sus necesidades, escuchar sus clamores y aprender su lenguaje. Si no se hace así, el predicador de vuelve “autorreferencial” y manipulador inconsciente de la comunidad. Prevalece su interpretación e impone su opinión.
Conclusión. La palabra de Dios es una “sinfonía”, y un único artista no puede tocar todos los instrumentos. El sacerdote debe dejarse ayudar por los fieles laicos, pues ellos también tienen “el espíritu de Jesucristo”. Desconfiar de su capacidad es signo claro de clericalismo. Atendamos a la recomendación del Papa Francisco: “Me atrevo a pedir que todas las semanas se dedique a esta tarea un tiempo personal y comunitario suficientemente prolongado, aunque deba darse menos tiempo a otras tareas también importantes”, porque “un predicador que no se prepara no es espiritual; es deshonesto e irresponsable con los dones que ha recibido” (EG 145). Esto nos dio pie para hablar de “pecados”.
+ Mario De Gasperín Gasperín