Reflexión dominical para el 9 de Febrero de 2014
La liturgia nos ha enseñado en domingos anteriores cómo es Jesús.
Nos ha presentado cómo el Redentor es la luz del mundo.
Él es quien ilumina a los suyos en la tierra y será también la luz que colma de felicidad a cuantos viven en la Gloria.
Jesucristo vino a contagiarnos con esa luz que ilumina a todo hombre que viene a este mundo.
Se fue. Pero ha quedado invisible dentro de nosotros y quiere que ahora sean los discípulos quienes hagamos crecer la luz.
El verso aleluyático de hoy nos repite esta definición que Jesús dio de sí mismo:
“Yo soy la luz del mundo, el que me sigue tendrá la luz de la vida”.
Examinemos el Evangelio que nos dice cómo deben ser los que siguen al Maestro:
La primera comparación es sobre la sal.
Sabemos muy bien que la necesitamos y que los alimentos que no tienen sal son insípidos.
Algo así debe ser el cristiano en la sociedad.
También hoy hace falta esta sal al mundo insípido que nos quieren presentar. Por ejemplo, sabemos que hoy Iglesia es humillada por parte de instituciones que deberían respetarse a sí misma, ser objetivas y no mentir o manipular la verdad descaradamente.
En la Iglesia ha habido personas, y ahora en concreto se trata de sacerdotes, que han cometido el delito de pedofilia, pero esas instituciones hipócritas que denigran a la Iglesia conocen las estadísticas de este flagelo que existe en el mundo y saben muy bien que la Iglesia es, con mucho, la institución que tiene menos casos. No nos dejemos chantajear, más bien demos gracias a Dios por dos cosas: porque la Iglesia es la que tiene menos casos de estos y porque es valiente para purificarse incluso públicamente.
Después el Evangelio nos habla de la imagen de la luz.
“Vosotros sois la luz del mundo”.
Es la herencia que nos dejó Jesucristo, como hemos dicho al comienzo.
Caminar sin luz es muy doloroso y también muy peligroso.
Como una manifestación de esto Jesús nos hace esta comparación: “No se puede ocultar una ciudad puesta en lo alto de un monte” por cierto que esta cita me gusta mucho porque me recuerda una preciosa mansión que había sobre una colina cerca de nuestra casa. Se veía por todas partes.
Algo así quiere Jesús que sea todo cristiano.
El otro día subió al ómnibus un joven que dijo ser mormón y comenzó a insultar a la Iglesia católica y al Papa.
Todos callaban hasta que una ancianita protestó contra todos aquellos insultos, defendiendo a la Iglesia, al Papa Francisco y protestando por los ultrajes.
Ella estaba con la lámpara sobre el candelero. Los demás, que sin duda la mayoría eran católicos, tenían la luz bajo el celemín.
Es la vergüenza de los cristianos que el Papa Francisco fustigó cuando nos pidió evitar los complejos de inferioridad que son fruto, en parte de nuestra propia debilidad y en parte porque no conocemos la realidad de la Iglesia hoy.
Jesús nos pide: “Alumbre así vuestra luz a los hombres para que vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre que está en los cielos”.
Esto también es muy importante para nosotros.
Hay que hacer las obras buenas con ilusión pero no por orgullo ni por vanidad para que nos adule la gente, sino para que glorifiquen al Padre Dios al ver que los suyos actúan así.
Pero, ¿qué obras buenas son esas?
El Papa Francisco nos enseña:
«¡Miren que el amor del que habla Juan no es el amor de las telenovelas! No, es otra cosa. El amor cristiano tiene siempre una cualidad: la concreción. El amor cristiano es concreto”.
Esta concreción se funda sobre dos criterios: Primer criterio: amar con las obras, no con las palabras. ¡Las palabras se las llevó el viento! Hoy están, mañana no están.
Segundo criterio de concreción es: en el amor es más importante el dar que el recibir”.
El profeta Isaías nos lo dice de esta manera:
“Parte tu pan con el hambriento, hospeda a los pobres sin techo, viste al que ves desnudo y no te cierres a tu propia carne. Esto romperá tu luz como la aurora… entonces clamarás al Señor y te responderá. Gritarás y te responderá, gritarás y te dirá aquí estoy. Cuando destierres de ti la opresión… brillará tu luz en las tinieblas, tu oscuridad se volverá mediodía”.
Así nos convertiremos en hijos de la luz como nos ha pedido Jesucristo.
El salmo responsorial (111) nos invita a repetir la misma enseñanza del Evangelio:
“El justo brilla en las tinieblas como una luz… dichoso el que se apiada y presta y administra rectamente sus asuntos… su corazón está seguro, sin temor.
Reparte limosna a los pobres, su caridad es constante, sin falta y alzará la frente con dignidad”.
Por su parte san Pablo, nos habla de cómo este evangelizar, es decir iluminar en nombre de Jesucristo, debe ir acompañado de profunda humildad, con una especie de debilidad y santo temor.
Así lo hizo él “cuando vine a vosotros a anunciaros el misterio de Dios no lo hice con sublime elocuencia o sabiduría, pues nunca entre vosotros me precié de saber cosa alguna sino a Jesucristo y éste crucificado”.
José Ignacio Alemany Grau, obispo