“Pobre corral de muertos” llamó Miguel de Unamuno a un cementerio pueblerino en su recorrido por los campos de Castilla. Allí, olvidado por los vivos en la llanura desierta, el cielo lo cubre de amapolas y de pájaros, la lluvia lo bendice y encuentra protección y nombre bajo el signo de la cruz. Se tornó así en “corral sagrado” y en aprisco acogedor. Y concluye el poeta: “Desde el cielo de la noche, Cristo, Pastor Soberano, con infinitos ojos centelleantes recuenta las ovejas del rebaño”. Los muertos que la parca acorrala como can rabioso, se tornan ovejas del aprisco del Buen Pastor Jesucristo, al amparo del cayado de la cruz.
El poeta fue capaz de elevarse literaria y espiritualmente desde las “tapias de barro” a la altura de la mirada bendiciente de Cristo, cuya cruz de “tosca piedra”, es capaz de convertir la “maleza brava” en sosegado redil. Recobra aquí Unamuno la imagen de Cristo-Pastor, que lleva sobre sus hombros a la oveja perdida, a la humanidad pecadora.
Aunque los poetas también suelen hacer milagros, no sé si hubiera logrado lo mismo Don Miguel a la vista de uno de nuestros cementerios pueblerinos, símbolos del abandono, la incuria y el olvido. Todo este desacato se intenta reparar en el llamado “día de muertos”, que la televisión parlera potencia hasta la náusea. El cempasúchil brilla esplendoroso en medio de osamentas y calaveras, en un ritual de muerte: altar de muertos, pan de muertos, flor de muertos. La muerte lo invade todo: El espacio, el tiempo, el vestido, la comida, los olores, los colores, la vida. ¿También la fe?
Esta incómoda pregunta la hace el Papa Benedicto XVI en su encíclica sobre la virtud de la esperanza. Cuando nos bautizaron, pedimos y obtuvimos la promesa de conseguir “la vida eterna”. La pregunta del ritual iniciático se ha vuelto incomprensible y la respuesta confusa. La vida eterna no es la supervivencia de las almas ni su retorno anual para saborear las ofrendas. Es otra cosa. Por eso, el Papa se pregunta: “¿De verdad queremos esto: vivir eternamente?”. “Hoy se rechaza la fe porque se reúsa vivir eternamente”, comenta el Pontífice, pues “vivir para siempre más parece ahora una condena que una bendición. Sería aburrido e insoportable”.
Dedica el Papa Benedicto XVI su encíclica a explicar el sentido de nuestra fe, cargada de esperanzadora. Fe que lleva en su entraña el germen y el anticipo de la misma vida de Dios. La fe cristiana nos conecta con la eternidad, no con la tumba del cementerio, porque brota del amor que reclama consigo la vida. El amor eterno comunica vida eterna.
Lo que pedimos a la Iglesia y ésta nos da en el Bautismo, lo que profesamos como fe y recibimos como esperanza, no es la sobrevivencia de las ánimas, sino la vida misma de Dios, que brilló en Jesucristo después de haber vencido a la muerte: la resurrección corporal. Esta es la fe que profesamos en el Credo, cuando decimos: “Espero la resurrección de los muertos y la vida eterna”. Todo lo demás es folclore. Respetable, pero folclore.
Esta celebración fúnebre es ciertamente susceptible de múltiples lecturas. Más allá del folclore preñado de subjetivismo e imaginación y cada vez más contaminado de extranjerismos, está el manejo ideológico intentado por algunos a causa de la violencia y de la muerte que nos agobian. Sería una satisfacción vicaria por los fallecidos anónimos, no reclamados. Esto sería simplemente crueldad. Los católicos, a la sombra de la cruz, celebramos la vida.
+Mario De Gasperín Gasperín