Una vida empieza su camino. Habrá luces o sombras, alegrías o penas, entrega o egoísmo, santidad o pecado.
En el inicio, como impulso lleno de cariño, está un Amor muy grande: el de Dios Padre, que sueña en sus hijos, que los anhela para la gran fiesta en los cielos.
Esa vida, sin embargo, tiene una herida, un pecado que marca a cada ser humano. A su alrededor, y dentro de ella misma, el mal arremete con una fuerza que asusta, que destruye, que aniquila.
Sin la curación que viene del Dios bueno, sin el perdón que sana y rescata, cada vida iría hacia el fracaso. Por eso es urgente abrirse al Amor, es necesario acoger la misericordia.
Así comenzó la aventura cristiana: con el descubrimiento de que Dios nos amó primero (cf. 1Jn 4,19). En el inicio de la salvación, de la Iglesia, está siempre presente la misericordia.
Necesito recordarlo cuando el pecado me aparta de la casa paterna, cuando el egoísmo me encierra en un mundo pequeño, cuando los rencores me impiden abrazar a un compañero de camino, cuando la avaricia me encadena a posesiones caducas y engañosas.
Dios me ofrece, en Cristo, un abrazo que salva. Entonces se hace presente un mundo renovado, rehecho (cf. Ap 21,5). “El que está en Cristo, es una nueva creación; pasó lo viejo, todo es nuevo” (2Co 5,17).
En el inicio, la misericordia. Ese es el secreto de la vida espiritual de cada cristiano auténtico. Esa es la oportunidad que se ofrece a cada hombre, a cada mujer, para romper con el pecado y entrar en el mundo donde Cristo lo es todo en todos (cf. Col 3,11).