Apunté una frase del libro Ser cristiano, ¡esa osadía! (Verbo Divino, Estella, 1960), del padre Carl Bliekast que, en su momento, me pareció muy interesante y hoy me parece maravillosa: “Muchos tienen el valor de entregarse a algo, pero ¿quién tiene el (valor) de perderse en algo? A Dios no puede uno entregarse. En Dios es necesario perderse”.
Ahí está la clave de los dos papas canonizados este Domingo de la Misericordia. Fueron dos que “se perdieron” en Dios. Dos que no soportaron la mediocre condición de “cumplir” y de “entregarse” a una causa, por más sublime que aparezca a los ojos del hombre. Veían más arriba, a donde no se mira con los ojos; más allá de las estrellas. Y “se perdieron” en el Misterio.
Es necesario estar “bien perdido” en Dios como para convocar –desde la debilidad y el cáncer– el Concilio Vaticano II. Es necesario andar “desorientado” en Su contemplación como para hacer –con Parkinson y un atentado casi mortal– 104 viajes alrededor del mundo, esparciendo fe y amor a la verdad
Los milagros atribuidos son relevantes, pero no decisivos. Los milagros son condicionantes solamente para satisfacer los criterios humanos que “califican” la santidad; que se cercioran de la intercesión de alguien que está ya gozando en la Presencia Divina. Porque el verdadero milagro de ambos, de san Juan XXIII y san Juan Pablo II, no es la curación de un enfermo: es su vida misma.
Un maestro mío de doctorado –español, anarquista, comunista—cuando llegaba a Juan XXIII en la lista de los “pecadores” de la Iglesia, se detenía y callaba admirado. Conozco a muchos come-curas que hacen lo mismo con Juan Pablo II. El mundo necesita de estos “perdidos”. Son su valor. Son nuestro camino.
Publicado en El Observador de la Actualidad