Este domingo está lleno de sentimientos festivos para la Iglesia de Jesús.
Por una parte es la octava de Pascua de Resurrección, ocho días que forman un solo día para la liturgia; por tanto, día solemne.
Por otra parte celebramos la Fiesta de la Divina Misericordia, una devoción impulsada por el Papa Juan Pablo II y que ha llevado esta imagen de Jesús hasta los últimos rincones de la tierra.
También este domingo especial celebramos la canonización de dos santos pontífices del siglo pasado, muy queridos en la Iglesia: Juan XXIII, llamado por el pueblo de Dios “el Papa Bueno” y Juan Pablo II, conocido y querido no sólo por católicos sino también por otras muchas personas a nivel mundial.
Nos unimos de corazón a esta fiesta tan especial que seguramente de una u otra forma ustedes seguirán por internet, la televisión, la radio, la prensa, etc.
Se da también la maravillosa realidad de que participen en esa ceremonia dos pontífices, uno emérito, Benedicto XVI, y el Papa Francisco, actual pontífice.
Aprovechemos este don maravilloso de la Iglesia.
Quizá nos convenga saber que la canonización es un homenaje que hace la Iglesia a los buenos hijos que nos sirven de ejemplo con su vida santa y sus enseñanzas.
El motivo de la canonización es algo sencillo:
– Jesús dijo que quien sigue sus enseñanzas tiene la salvación asegurada y por tanto, después de la muerte irá al cielo.
– Por su parte la Iglesia investiga de una manera exhaustiva la vida y escritos de ese hijo o hija que quiere poner como modelo.
Si ve que han cumplido el Evangelio de una manera extraordinaria saca la conclusión de que está en el cielo y por tanto es considerado santo o santa.
– El Santo Padre en virtud de su infalibilidad, como sucesor de san Pedro, lo declara santo canonizándolo (es de saber que en los primeros tiempos el pueblo de Dios era quien proclamaba santas a estas personas).
– Entonces la Iglesia de Jesús comienza a dar culto a estas personas y las propone como modelos para que nos ayuden a vivir el Evangelio.
Si no es mártir se exigen algunos milagros como signos especiales con los que Dios muestra que le agradó su vida cristiana.
En el caso de ser mártir no hace falta ningún milagro para la canonización. Solamente demostrar que dio la vida por Dios y por el Evangelio.
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Vayamos ahora a la liturgia.
Admiremos en el Evangelio:
* Jesús resucitado tiene un saludo especial que es dar la paz: “Paz a vosotros”.
* Pensemos en el amor infinito de Jesús que nos hace compartir la misión que le dio el Padre a Él:
“Como el Padre me envió así también los envío yo a ustedes”.
* En aquel momento Jesús exhala su aliento sobre los apóstoles y les regala su Espíritu:
“Reciban el Espíritu Santo” y con este don les da también la potestad de perdonar: “A quienes les perdonan los pecados les quedan perdonados; a quienes se los retengan les quedan retenidos”.
* Aparece en escena Tomás “el mellizo”, que nos ha venido muy bien para fortalecer nuestra fe. Él se presenta como el incrédulo del grupo: “Si no veo en sus manos la señal de los clavos; si no meto el dedo en el agujero de los clavos… no lo creo”.
* Jesús vuelve a los ocho días y llama directamente a Tomás para que realice lo que había dicho. Tomás cae de rodillas y adora: “Señor mío y Dios mío”.
* Palabras de consuelo para todos nosotros: “Dichosos los que crean sin haber visto”.
San Lucas en los Hechos de los apóstoles nos presenta la primera comunidad cristiana, modelo de todas las comunidades de la Iglesia a través de los siglos. Y que nosotros debemos esforzarnos por vivir de la misma manera si queremos ser auténticos discípulos de Jesús.
Su vida estaba apoyada sobre cuatro “columnas”.
Eran “constantes en escuchar la enseñanza de los apóstoles, en la vida común, en la fracción del pan y en las oraciones”.
Y Lucas sigue recalcando: “A diario acudían al templo todos unidos, celebraba la fracción del pan (eucaristía) en las casas y comían juntos, alabando a Dios con alegría y de todo corazón”.
Por su parte Dios los recompensaba “agregando al grupo los que se iban salvando”.
San Pedro, en la segunda lectura, nos habla de la fe y nos advierte que debemos alegrarnos “aunque de momento tengan que sufrir un poco en pruebas diversas: así la comprobación de su fe (de más precio que el oro, que, aunque perecedero, lo aquilatan a fuego) llegará a ser alabanza y gloria y honor cuando se manifieste Jesucristo”.
Y a continuación san Pedro alaba a los seguidores de Cristo de todos los tiempos, y por tanto también a nosotros:
“No han visto a Jesucristo y lo aman; no lo ven y creen en Él y se alegran con un gozo inefable y transfigurado, alcanzando así la meta de su fe: su propia salvación”.
También éste es un buen día para meditar el salmo 117 que como salmo responsorial nos invitará hoy a repetir:
“Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia”.
Demos gracias al Señor por tantas maravillas que podremos admirar en este domingo octava de Pascua.
José Ignacio Alemany Grau, obispo