Estamos en plenas vacaciones de verano. Quiero fijarme brevemente en un aspecto que para muchas familias es crucial: el gasto que se realiza durante el tiempo de vacaciones.
Me preocupa cuando la familia gasta más de lo que tiene, lo cual significa endeudarse. Sin embargo el problema se enreda con varios apetitos o placeres: el placer de gastar, el placer de estrenar, el placer de presumir a otros eso que se gasta y se estrena, como si fuera un signo de poder, de crecimiento en el escalafón social… o sencillamente el placer de divertirse sin prever otros gastos para mañana, con el criterio tan espontáneo, tan mexicano: “áhi se va”; “ya Dios dirá” lo que venga.
Y el mañana ya está a la vuelta de unas semanas, con la necesidad de preparar el siguiente año escolar, con inscripciones y materiales en libros, cuadernos y demás necesidades, con una lista que a veces resulta enorme.
Qué difícil es sustraerse a gastos que se hacen por la costumbre, por evitar el qué dirán, sin sentarse a considerar si se puede gastar menos en determinados aspectos, sin valorar qué es necesario y de qué se puede prescindir.
Vayamos a un ejemplo concreto: anotar lo que se gasta en golosinas por todos los miembros de la familia en una semana. Las cuentas, que en cada momento no parecen grandes, al fin de la suma suman una considerable cantidad.
El problema se agrava si consideramos también otros gastos personales, que cada quien los considera importantes y necesarios, o peor aún los despilfarros por las debilidades personales que se vuelven imperiosas, como el placer del alcohol, la droga o el sexo, todo esto sin tener en cuenta al resto de la familia.
La vida, la familia y sobre todo Dios nos pedirán cuenta del uso ordenado o desordenado del dinero.
Sepamos gastar sabiamente en bien de la familia; pero sepamos también abstenernos de cosas que son secundarias, igualmente en bien de la familia.