Reflexión dominical para el 19 de Octubre de 2014
La primera lectura de hoy es realmente desconcertante.
Ciro, rey persa, que no es judío, un buen día proclamó este edicto que devolvía la libertad al pueblo de Dios:
“Esto dice Ciro, rey de Persia: el Señor, Dios del cielo, me ha dado todos los reinos de la tierra y me ha encargado que le edifique un templo en Jerusalén de Judá.
El que de vosotros pertenezca a su pueblo, que su Dios sea con él, que suba a Jerusalén de Judá, a reconstruir el templo del Señor, Dios de Israel, el Dios que está en Jerusalén.
A todos los que hayan quedado en el lugar donde vivan, que las personas del lugar donde estén les ayuden con plata, oro, bienes y ganados además de las ofrendas voluntarias para el templo de Dios que está en Jerusalén”.
Pues a este Ciro pagano es a quien Isaías, de parte de Dios, le dedica las palabras que hoy leemos en la primera lectura:
“Esto dice el Señor a su ungido, a Ciro, a quien lleva de la mano: doblegaré ante él las naciones.
Por mi siervo Jacob… te llamé por tu nombre, te di un título, aunque no me conocías…”
De esta manera la providencia de Dios emplea al rey de Persia para devolver la libertad a su pueblo.
Lógicamente el salmo responsorial: aclama la gloria y el poder del Señor y le canta un cántico nuevo, contando a todos los pueblos la gloria y maravillas de todas las naciones.
La lectura de Pablo dirigida a los tesalonicenses podríamos leerla de muchas formas, pero nos fijamos únicamente en el detalle por el cual Pablo llama “elegidos de Dios” a los evangelizadores que proclamaban el Evangelio con la fuerza del Espíritu Santo.
Y vayamos al Evangelio del día.
Es interesante el esfuerzo mental que hacen los fariseos para dejar mal a Jesucristo:
“Se retiraron y llegaron a un acuerdo para comprometer a Jesús con una pregunta”.
En esta oportunidad la cosa fue en serio y en su importante reunión pensaron:
Si dice que no paguemos el tributo al César se enterarán los romanos y lo prenderán como revolucionario.
Si dice que paguemos el tributo nosotros seremos los primeros en revelarnos contra Él ante la gente para decir que el Maestro está de parte de los odiados invasores que son los romanos.
Estaban felices como nunca.
Y ¿cuál es la pregunta que les hernió la imaginación?
Como siempre hacen los hipócritas comienzan con esas palabras de los grandes adulones:
“Maestro, sabemos que eres sincero y que no enseñas el camino de Dios conforme a la verdad; sin que te importe nadie, porque no miras lo que la gente sea”.
Y después le preguntan:
“¿Es lícito pagar el impuesto al César o no?”
Jesús, por su parte, lo primero que les hace ver es que con todos sus disimulos no han conseguido engañarle:
“Hipócritas, ¿por qué me tentáis? Enseñadme la moneda del impuesto”.
La toma en una mano y con la otra señala la efigie del César y pregunta:
“¿De quién son esta cara y esta inscripción? Le respondieron:
-Del César”.
Entonces Jesús les devuelve la moneda y dejándolos totalmente desconcertados les dice:
“Pues pagadle al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”.
Una vez más los fariseos fracasaron y le dieron a Jesús la oportunidad de dejarnos a todos una gran lección sobre cómo actuar en la vida social.
Sabemos que los fariseos, a pesar de su odio a los romanos, buscaban con avaricia sus monedas que tenían el rostro y la inscripción del emperador.
La lección de Jesús es clara.
Hay que respetar la autoridad humana pero no se puede olvidar a Dios y su ley.
Primero está Dios que es el Creador y después las leyes que dan entre sí las criaturas para una buena convivencia.
El problema, hoy como ayer, se suscita cuando las leyes de los hombres se oponen a la ley que Dios da, unas veces por la naturaleza misma de las cosas que Él ha creado y otras mediante sus mandamientos. Y el problema de los fariseos a Jesús es el que suscita también hoy algunos gobiernos a la Iglesia del Señor.
Es doloroso ver la cantidad de mártires fruto del orgullo de los gobernantes que quieren poner sus leyes inicuas por encima de las leyes de Dios.
Recemos por nuestros gobernantes para que sus corazones no se alejen del corazón de Dios.
José Ignacio Alemany Grau, obispo