Preguntar por Dios significa preguntar por el Amor. Y preguntar por el amor, eso que tanto desea el corazón humano, es preguntar por Dios.
Por eso el “mandamiento mayor”, lo mejor que Dios puede pedir al ser humano, consiste precisamente en amar: amar a Dios y, con un amor semejante, amar al hermano.
Surgen entonces varias preguntas: ¿cómo se unen amor a Dios y amor al prójimo? Además, ¿cómo amar a un Dios al que no vemos? Y, ¿se puede mandar el amor? (cf. Benedicto XVI, encíclica “Deus caritas est”, nn. 16-18).
El amor parece un sentimiento, como explicaba el Papa Benedicto XVI: surge o no surge… Pero, ¿podemos sentir eso hacia Dios, si no lo encontramos en nuestra vida diaria?
En realidad, hay diversos caminos para “tocar” a Dios, para suscitar el sentimiento de amor de un modo experiencial. Uno consiste en la gratitud que nace de reconocer sus dones. A veces corremos el riesgo de acostumbrarnos a que salga el sol, a que cante un pájaro o a que haya ruidos en el piso de arriba… Todo lo que existe es don de Dios, y necesitamos agradecérselo de todo el corazón.
Otro camino, quizá el más personal, surge desde la experiencia del perdón: nadie como Dios me ha amado tanto, hasta el extremo de perdonar una y mil veces mis pecados.
Pero hay un camino más profundo para llegar a Dios, para tocarlo. Es el camino que inicia con la Encarnación: el Dios invisible se hizo visible y cercano, tanto que podemos tocarlo, escucharlo, recibirlo en cada Eucaristía.
Desde que Cristo vino al mundo, también se ha hecho presente en cada ser humano, de tal forma que todo lo que hagamos por los otros se lo hacemos a Él (cf. Mt 25,31-46).
Por ese motivo amor a Dios y amor al prójimo están unidos de modo inseparable (cf. Mt 22,34-40). “Si alguno dice: «Amo a Dios», y aborrece a su hermano, es un mentiroso; pues quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve” (1Jn 4,20).
De esta manera, el amor al hermano nos lleva al amor a Dios. Así lo explicaba, en el siglo VII, san Juan Clímaco: “Quien ama al Señor comenzó por amar a su hermano, pues este segundo amor es la prueba del primero” (“Escala al paraíso”, escalón 30, n. 26).
Otro santo de los primeros siglos, san Doroteo de Gaza, imaginaba en sus conferencias un gran círculo para representar cómo el amor a Dios y el amor al prójimo avanzan o retroceden al mismo tiempo.
“Imaginen un círculo trazado sobre la tierra, es decir una circunferencia hecha con un compás y un centro. Se llama precisamente centro al centro del círculo. Presten atención a lo que les digo. Imaginen que ese círculo es el mundo, el centro, Dios, y sus radios, las diferentes maneras o formas de vivir los hombres.
Cuando los santos deseosos de acercarse a Dios caminan hacia el centro del círculo, a medida que penetran en su interior se van acercando uno al otro al mismo tiempo que a Dios. Cuanto más se aproximan a Dios, más se aproximan los unos a los otros; y cuanto más se aproximan los unos a los otros, más se aproximan a Dios.
Y comprenderán que lo mismo sucede en sentido inverso, cuando dando la espalda a Dios nos retiramos hacia lo exterior, es evidente entonces que cuanto más nos alejamos de Dios, más nos alejamos los unos de los otros y cuanto más nos alejamos los unos de los otros más nos alejamos también de Dios.
Tal es la naturaleza de la caridad. Cuando estamos en el exterior y no amamos a Dios, en la misma medida estamos alejados con respecto al prójimo. Pero si amamos a Dios, cuanto más nos aproximemos a Dios por la caridad tanto más estaremos unidos en caridad al prójimo, y cuanto estemos unidos al prójimo tanto lo estaremos a Dios”.
Amor a Dios, amor al hermano: dos realidades inseparables. Sólo si recordamos esta verdad y trabajamos por vivirla podremos ser, realmente, cristianos auténticos, seguidores de quien vino al mundo no para ser servido sino para servir (cf. Mt 20,28).