Divisiones, conflictos, guerras, son parte integrante de la historia humana desde sus inicios. A la raíz de los mismos encontramos siempre la misma causa: el pecado.
Porque el pecado separa a los hombres de Dios y a los hombres entre sí. Así ocurrió con la primera caída, la que alejó a Adán y Eva de Dios y entre sí. Así ocurrió con el primer homicidio: Abel asesinado por Caín. Así ocurrió y ocurre a lo largo de todos los tiempos y en todos los pueblos.
El pecado implica una ruptura y una carencia. Rompemos con Dios, perdemos su amistad. Entonces el corazón queda herido, y vive en el mundo de las tinieblas, de los odios, de las mentiras, de la falta de misericordia.
San Pablo lo evidenciaba con esa larga lista de pecados que tiñen de dolor la historia humana: al no conocer ni amar a Dios, los hombres fueron abandonados a sus pasiones, “llenos de toda injusticia, perversidad, codicia, maldad, henchidos de envidia, de homicidio, de contienda, de engaño, de malignidad, chismosos, detractores, enemigos de Dios, ultrajadores, altaneros, fanfarrones, ingeniosos para el mal, rebeldes a sus padres, insensatos, desleales, crueles, despiadados” (Rm 1,29 31).
Si el pecado genera conflicto y división, guerras y odios, rupturas e independencias en las familias y en los pueblos, el regreso a Dios, desde un arrepentimiento sincero y bajo la acción de la gracia, produce unidad, armonía, paz, convivencia auténtica.
Por eso, para superar tantos rencores, para alejar de las familias y de los pueblos las divisiones y los odios, hace falta iniciar un camino de conversión.
Cristo es nuestra paz, porque rompe los muros que dividen a los seres humanos según razas, lenguas, clases sociales (cf. Ef 2,14). Cristo nos une en un solo cuerpo desde el amor y para el amor (cf. Ef 4,1-6).
Cuando dejamos que Cristo limpie nuestros pecados y ensanche los corazones, permitimos que en el mundo entre la fuerza de la gracia, que armoniza y genera concordia, unidad, reconciliación.
Entonces quedan atrás divisiones dañinas: con la mirada puesta en el Padre, bajo la acción del Espíritu Santo, los seres humanos podemos avanzar hacia una convivencia auténtica y alegre, que nace del perdón recibido y de la justicia que viene del Evangelio.