Los accidentes tienen siempre algo de sorpresivo, misterioso, inesperado. Llegan cuando casi nadie los había previsto. Por eso inciden bruscamente, con mayor o menor intensidad, en nuestras vidas.
Una rueda reventada, un mal paso al bajar de la montaña, una comida que parecía buena pero que contenía una bacteria sumamente agresiva. Ocurrió lo imprevisto. La vida ha dado un vuelco.
El accidente, en ocasiones, deja en condiciones muy graves a un ser querido. Empieza un calvario de hospitales, entre esperanzas y desilusiones. Otras veces el accidente cercena una vida definitivamente: desde ese momento, un familiar o un amigo nos ha dejado.
Con algo de prudencia hay accidentes que pueden ser evitados. Otros, simplemente, ocurren por factores totalmente imprevistos: nadie imaginaría que la rueda iba a estallar en aquella autopista.
La vida encierra siempre un número incontable de misterios. Tras una curva aparece un derrame de piedras. A la salida del trabajo encontramos un ladrón agresivo. Al llegar a casa, un rayo rompe en mil pedazos el cristal de la puerta de ingreso.
Más allá de tantas incertezas, sabemos que hay puntos fijos y seguridades indestructibles. Quien cree en Dios confía en su Padre, y espera más allá de los daños y las lágrimas que los accidentes provocan cada día.
Sabemos que ante la mirada de Dios todo tiene un sentido. Un día comprenderemos. Mientras, seguimos en camino, en medio de incertidumbres y de alegrías, con la mirada puesta en la Patria eterna donde acabará el llanto y donde gozaremos, ya sin accidentes, para siempre, del abrazo de un Padre bueno.