Un día inició nuestra existencia. Después, pasan los meses y los años. Avanzamos hacia nuevas metas, entre penas y alegrías, entre ratos de paz y situaciones de conflicto.
Hay momentos en los que necesitamos pensar en el cielo. Esta vida no es, ni puede serlo, todo. Más allá de los dolores y de los éxitos, por encima del dinero y de los aplausos, existe un Dios que espera la llegada de sus hijos.
Eso es el cielo: un encuentro con quien nos ama. Una vida completa, una paz duradera, una dicha sin límites, un gozo inimaginable.
Necesitamos pensar en el cielo. La vida terrena tiene importancia, muchísima, precisamente porque está orientada hacia esa meta definitiva.
Por eso todo lo que hacemos tiene un valor de eternidad. No es indiferente ayudar o no ayudar a los propios padres. No carece de importancia abrazar o despreciar a quien consideramos enemigo. No hay lágrimas vacías si sabemos que un Padre bueno recoge en su Corazón cada uno de nuestros pensamientos más profundos.
En cada momento, avanzamos hacia el cielo, si estamos abiertos al Amor de Dios y si acogemos la Sangre que Cristo derramó por nosotros en el Calvario.
Pensar en el cielo nos anima en el camino. Acorta las distancias. Alivia en el cansancio. Abre esperanzas. Sobre todo, nos impulsa hacia el Amor: si la vida eterna del salvado consiste en amar, el cielo empieza ya en esta tierra cuando amamos como hemos sido amados…