Muchos ven con sospecha, incluso con temor, a quienes pretenden tener la razón y poseer la verdad. Esa sospecha y ese temor van dirigidos también a la Iglesia católica cuando se autodeclara como fundada por Cristo y como comunidad que contiene toda la verdad revelada.
¿Por qué esas actitudes ante la Iglesia? Los motivos pueden ser muchos. Hay dos que merecen un momento de reflexión.
El primero consiste en ver a la Iglesia como si fuese una religión más en el mundo humano. Es decir, en considerar a la Iglesia como un esfuerzo parcial y contingente, histórico y limitado, de llegar a Dios y de ofrecer un posible camino espiritual y comunitario (entre otros) a quienes deseen adherirse al mismo.
La Iglesia católica, sin embargo, no se considera como una religión hecha por los hombres, sino como una realidad que surge desde el hecho más importante de la historia humana: la venida de Cristo al mundo.
Si Cristo es el Hijo de Dios, y si Cristo fundó a la Iglesia, entonces la propuesta católica no es simplemente una elaboración humana ni una religión hecha por los hombres y para los hombres. Al revés, habría iniciado a existir desde una acción directa de Dios en la historia humana.
Desde luego, para quienes nieguen lo anterior, la Iglesia no sería verdadera. Pero para quien lo acepta, ve a la Iglesia como el camino que posee la verdad y la vida; es decir, como la comunidad fundada por Cristo para ofrecer su Amor salvífico a los hombres.
El segundo motivo de sospecha ante la Iglesia surge desde una idea muy presente en algunos ambientes intelectuales: quienes pretenden poseer la verdad serían, al menos “en potencia”, peligrosos. ¿Cómo surgiría el peligro? Precisamente del hecho de verse a sí mismos como “mejores” respecto de aquellos que no poseen la verdad (los “peores”).
Tal motivo, sin embargo, es autocontradictorio y, además, engañoso. Es autocontradictorio, porque quien afirma que los que dicen poseer la verdad son peligrosos piensa que lo que afirma es verdad… y así él mismo sería peligroso.
Y es engañoso, porque la violencia y el desprecio hacia los demás no nace del hecho de ser católico (o de poseer otras convicciones), sino del tipo de contenidos que uno admite como verdaderos.
Entre los contenidos del auténtico creyente está precisamente el amor al prójimo, el respeto hacia el pecador, el deseo de ayudar a quien necesita luz, fuerza, perdón, misericordia.
La Iglesia católica, en resumen, pretende poseer la verdad no por un deseo de desprecio hacia otros, sino desde un gesto de humildad: lo que cree y defiende viene de Dios, y es para los hombres.
Ese gesto de humildad da la fuerza verdadera de la fe católica, la que hoy como en el pasado atrae suavemente a millones de hombres y mujeres que buscan recibir la ternura de Dios expresada en Cristo. Un Cristo muerto y resucitado, un Cristo vivo y presente, hoy como hace 2000 años, en su Iglesia.