“No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete” (Mt 18,22), Con estas palabras contestaba Jesús en el Evangelio de Mateo. Hasta setenta veces siete, debemos de saber perdonar. El perdón, es una petición de Dios a sus hijos que se hace patente en “Amaos los unos a los otros” porque sin perdón no podrá existir nunca el amor y sin amor no existe Cristo y el cristiano debe perdonar, debe pedir perdón. Esto nunca es una humillación, es reconocer nuestros errores, saber en qué nos equivocamos y en qué momento erramos.
El perdón, es quizás uno de los momentos más grandes donde el Espíritu Santo se hace patente, pone tierra de por medio en la enemistad creada, acerca los corazones y repara la ofensa a Dios, esa ofensa que aun sin darnos cuenta realizamos al enfrascarnos con nuestro prójimo. El cristiano debe pedir perdón, debe recapacitar y reconocer sus dificultades, debe ser capaz en todo momento de decir “lo siento” de pararse delante de la persona ofendida y decir “perdón”. Sin esperar nada a cambio, pues el perdón no se da para ser perdonado, el perdón se da con el corazón, con la alegría de saber que hemos eliminado de nuestro interior un sentimiento que mancillaba nuestro espíritu.
¿Está el cristiano obligado a aceptar el perdón? Rotundamente SI. El perdón debe ser siempre aceptado, pues el simple hecho de pedir perdón implica la rectificación de un mal realizado, un pecado que ofende a Dios, y si Dios es capaz de perdonar hasta nuestros pecados más graves ¿Quiénes somos nosotros para rechazar este perdón? Y no deben valernos frases como “es que el perdón no lo siente” o “el perdón no es verdadero”.
Miramos a nuestros hermanos, como si fuéramos capaces de leer en su interior ¿Cómo sabemos que el perdón no es verdadero o que no lo siente? El simple hecho de intentar excusarnos en no aceptar el perdón por alguno de estos tipos es juzgar al prójimo y juzgamos sus intenciones. Ponemos en entre dicho hasta nuestro propio perdón, ¿cómo sabrá nuestro hermano que nuestro perdón si es verdadero? ¿Por qué lo digo yo? ¿Por qué acaso mi perdón vale más que el de él? Nos creemos superiores, pensamos por el prójimo y decidimos por el.
Para alegrar a Dios, basta solo con aceptar el perdón, porque este debe ser dado y recibido, pero nunca rechazado. Al igual que el pecado o el agravio cometido ofende a Dios, rechazar el perdón es recibir ese pecado en nosotros, es hacernos participe de esa misma ofensa, y aún más grave pues actúa nuestra soberbia, para S. Agustín el peor de los pecados. ¿Si el perdón del prójimo no es verdadero? Allá cada uno con su conciencia, porque aquel que miente peca. “Yo perdono, pero no olvido” y el rencor inunda nuestros corazones, vacía el amor de él y se instala por completo, expulsamos a Dios de nosotros haciendo habitar el rencor dentro nuestra, pues con rencor no hay amor, y por supuesto tampoco deseo de que se nos repare el daño realizado.
Queremos y deseamos que nuestro perdón sea siempre aceptado, pero sin embargo en numerosas ocasiones no hacemos lo mismo, “…perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden”, no perdonar a los que nos ofenden implica que Dios tampoco perdone nuestras ofensas, y no porque El no lo desee, sino porque nosotros mismos en nuestro interior le decimos: Señor no me perdones porque yo no he perdonado al prójimo, porque no he perdonado a aquel que me ha ofendido. Es entonces que la frase del Padrenuestro queda sin validez, papel mojado. Ese perdón tan buscado y tan deseado y esperado por nuestro ego, no se completa, el perdón debe reinar en el corazón de todos los cristianos y debemos aprender a decir “Perdón”.