Recientemente, debido a ciertos comentarios en las redes (¿Quién me manda andar leyendo lo que se dice en las redes? dirán ustedes) he venido a darme cuenta de que existen palabras y frases que pretenden ser mágicas, todopoderosas, absolutas… con todos los poderes que el creyente le atribuye a Dios.
Ustedes habrán oído algunas: “La Iglesia es la organización criminal más grande de la historia”; “La inquisición mató a millones de mujeres por el solo hecho de ser mujeres”; “Las riquezas del Vaticano bastarían para acabar con el hambre en el mundo”; “El pueblo que lee poco y reza mucho se vuelve un seguro candidato a la dictadura”; “La religión es el opio del pueblo”; “Yo no creo en Dios, yo creo en el hombre”; “Dios no creó al hombre; fue el hombre el que creó a Dios”; “Dios está muerto”; “La religión es enemiga de la ciencia y del progreso”; “La Iglesia margina y discrimina a la mujer”; “La Iglesia nos quiere imponer su mentalidad oscurantista”; “El banco del Vaticano maneja una fábrica de armas”; “Benedicto XVI renunció debido a las presiones de las mafias del Vaticano”; “El Vaticano está atiborrado de mafias y de lobbys”; “La Iglesia católica está desapareciendo”…
Estas frases (y muchas otras que de momento no recuerdo), como ustedes notarán, son devastadoras, contundentes. Cualquiera de ellas, si fuera cierta, sería suficiente para poner en duda toda la estructura de la fe cristiana. Usted no querría, no debería, pertenecer a un culto que atenta flagrantemente contra la razón y los derechos humanos. De hecho fue Benedicto XVI quien lo dijo: “No se debe aceptar un dogma que no va de acuerdo con la razón.” Y cualquiera de estas frases, como hemos dicho, sería más que suficiente.
El que las asume y las esgrime, jamás se molesta en comprobar su validez. Por lo general, son “librepensadores” que se precian de intelectuales y de científicos, pero en este caso las acogen como dogma y se cobijan en ellas, fascinados por la belleza y su contundencia. La satisfacción que les aporta es tan grande que no se atreven a arriesgar su posesión, como una amante inconveniente pero hermosa o como un hermoso sueño del que se prefiere no despertar. Y prefieren asumir que es válida (algo tan hermoso no puede ser falso. Un millón de ilusos no pueden estar equivocados), satisfechos de sus efectos en el debate público o en la pacificación de la conciencia, esperando que el mismo efecto que ha causado en ellos (dar por demostrada la falsedad de el cristianismo) lo va a causar en la realidad: que Dios va a desaparecer y el Universo va a haber sido creado por generación espontánea, o que Cristo y la Iglesia van a quedar descalificados como representantes de Dios y medios de Salvación; o que la Salvación no va a ser necesaria o se va a realizar por otros medios; o, al menos, que igual que la frase ha sido devastadora entre los hombres, va a poder ser usada en la presencia de Dios, si es que se llega a estar ahí. Se imaginan a Dios pidiéndoles cuentas de sus actos y a ellos respondiéndole: “¿Y la Inquisición, qué?”, y a Dios diciéndoles: “Pasa a tomar posesión del Reino, porque no tuve respuesta ante tu contundente argumento.” Esperan que, el mismo efecto que tuvo en el debate público (dejar callado al oponente y satisfecho al enunciante) , lo va a tener en el juicio de Dios. A mí me recuerdan aquella frase de San Agustín: “El que se esfuerza por demostrar que Dios no existe, es porque tiene alguna razón para desear que Dios no exista”.
En realidad, si se cuestiona la frase con objetividad y se estudia y se razona un poquito, resulta que ninguna de las frases es cierta. Leyeron bien, “ninguna”. Todas son diatribas aventuradas o argumentaciones engañosas. Es solo cuestión de asumir una postura racional y una metodología científica para descubrir que no son válidas, pero son tan preciadas que preferimos solo asumirlas esperando que lo sean.
Siendo veraces, tendremos que aceptar que las frases ciertamente son mágicas y poderosas, aunque no en la forma en que se pretende. Sus poderes son otros, entre ellos el de tranquilizar la conciencia del que las esgrime y soslayar la necesidad del rigor racional. Una frase tan buena no necesita ser cierta, su efecto es devastador de cualquier modo. Es como los anuncios comerciales: ninguno dice la verdad pero convencen. El que, como antes dijimos, tiene alguna razón para desear que Dios no exista, se siente muy en paz cuando asume una sentencia tan arrolladora. Otro efecto mágico que tienen estas frases es el de bloquear el intercambio de ignorancias, generalmente conocido como “diálogo”. El que lanza una de estas frases no espera tener que respaldarla y el que la recibe generalmente no está preparado para cuestionarla, además de que normalmente es muy difícil. Decir que la Luna es de queso se lleva dos segundos; el demostrar que no lo era le llevó a la humanidad muchos miles de años y de millones de dólares. El diálogo, entonces, se ve interrumpido, y cualquier respuesta del interlocutor se verá, a su vez, respondida con otro sofisma igualmente impactante, con la intención de rehusar el razonamiento lógico. Otro efecto mágico que tienen es el de prender como la pólvora y arraigarse en la sociedad como una epidemia. Pueden alterar conciencias y movilizar sociedades. Hay que ver que una de ellas, “La religión es el opio del pueblo”, fue el sustento intelectual de las más grandes matanzas (ahí sí) que ha registrado la historia.
Frases mágicas, no cabe duda. No van a conseguir que Dios desaparezca, pero pueden conseguir que, el que así lo desee, tenga un buen pretexto para alejarse de él, que para el caso funciona igual.