El padre abad tenía que responder a un mensaje difícil. ¿El tema? El infierno. Se sentó ante la computadora y empezó a escribir.
«Un saludo, Carlos, esperando estés muy bien. Después de unos días de reflexión quería responder a tus preguntas sobre el infierno. Espero en Dios que alguna de estas ideas puedan ser de ayuda.
Creo que tú y yo compartimos, como tanta gente, un mismo sentimiento: el infierno nos inquieta. ¿Por qué? Porque a veces no conseguimos entender cómo un Dios bueno pueda condenar a alguien, para siempre, con un castigo tan terrible.
Además, tú y yo, como muchos católicos, querríamos un infierno prácticamente vacío, sin que ningún ser humano fuese destinado, para siempre, al fuego eterno.
Voy a la primera idea: el infierno nos inquieta. Pero, ¿basta con esa inquietud para pensar que no existe? Pensemos el problema de otra manera: ¿el universo sería mejor si no hubiese infierno?
Siempre me ha impresionado aquella reflexión de von Balthasar: si no hubiese infierno, el cielo se convertiría en un campo de concentración. Es decir, si negamos la existencia del infierno, entonces todos los seres humanos estarían “condenados” a ir, para siempre, al cielo, lo queramos o no.
Pero si el cielo consiste en amar a Dios y a los hermanos, si el cielo es el lugar donde no hay pecado ni injusticias, llegaríamos a una paradoja: el amor sería algo impuesto a todos, sin posibilidad de rebeldía.
En realidad, el amor sólo existe cuando hay voluntades libres. Cada ser humano, cuando llega a su madurez personal, puede escoger qué hace, a quién ama, qué ideales orientan sus decisiones.
La condición para que exista el amor es la libertad. Y la libertad permite decir “sí” y permite decir “no”.
Si decimos que no hay infierno, todos, absolutamente todos, estaríamos obligados algún día a amar a Dios y a estar eternamente con Él. Lo cual es una contradicción: no hay amor cuando uno hace algo a la fuerza.
Entonces, si el cielo es el lugar del amor, y si el amor sólo surge desde la libertad, cada ser humano puede decir “no”. Ese “no”, cristalizado y convertido en algo definitivo, se llama infierno.
Así que el infierno no es más que el reverso de la moneda del amor. Si negamos que haya infierno, en el fondo negamos que exista el verdadero amor y suponemos que Dios juega con nosotros, pues nos hace imaginar que somos libres cuando, en realidad, estaríamos “condenados” a ir con Él en el cielo.
Así que el infierno es una posibilidad abierta a cualquier ser humano. Cada uno puede escoger si camina hacia ese destino eterno, lo cual significa que rechaza a Dios y no ama a los hermanos.
No te copio los textos del Evangelio que hablan sobre el tema. Simplemente, si quieres algo más estructurado, te invito a leer, del “Catecismo de la Iglesia Católica”, los números 1033-1037. Allí encontrarás algunas citas bíblicas que espero sean de ayuda.
Me interesa más ir al segundo punto. Si admitimos, desde las enseñanzas de Cristo, que existe un infierno, ¿por qué nos gustaría que estuviera vacío, sin hombres o mujeres?
Cada uno podemos explicar por qué desearíamos un infierno vacío. Creo yo que en parte eso se debe a un amor sincero hacia los demás. Nos crea una pena muy profunda saber que alguien pueda perder a Dios y sufrir eternamente.
Además, el fracaso más profundo de un ser humano (ir al infierno) nos parece una derrota del Amor de Dios. Cristo, con todos sus milagros, sus predicaciones, su Cruz y su Resurrección, no habría logrado convertir a uno de los hijos del mismo Padre.
Es aquí donde podemos desarrollar un modo de pensar hermoso y lleno de caridad cristiana: desear y hacer todo lo posible por ayudar a otros a encontrarse con la misericordia de Cristo y así abrirse al perdón, a la gracia, a la vida eterna.
Quedan, desde luego, varias preguntas muy personales: ¿y yo? ¿Vivo de verdad desde la misericordia? ¿Evito los pecados? ¿Me arrepiento de los que cometo? ¿No hay ocasiones en que me acerco al precipicio y pongo en peligro mi propia salvación eterna?
Son preguntas que cada uno necesitamos hacernos, no con una angustia egoística ni con temores malsanos, sino desde un realismo auténticamente cristiano: Dios también me ha hecho libre, y nunca me obligará a ir al cielo contra mi propia voluntad.
Por eso lo más importante es dejar que Cristo cure mi voluntad, la fortalezca, me enseñe los senderos del amor. Solo entonces podré caminar con esa paz y esa seguridad que vienen de una certeza: Él me ama y está siempre a mi lado.
No sé si estas líneas puedan serte de ayuda. Como te dije arriba, no dejes de leer el Catecismo. Y confía: si Dios nos ha amado tanto que envió a su Hijo para salvar al mundo, ¿a quién temeré? (cf. Jn 12,47; Hb 13,5-6).
Te deseo las bendiciones de Dios. Reza también a la Virgen, que es el verdadero ejemplo de lo que significa confiar en Dios y abrirse a su gracia. Saludos a tus padres. Tuyo…»