Nos perdemos fácilmente en mil asuntos. Hay que comprar, hay que ir al médico, hay que llamar por teléfono, hay que ver este programa televisivo, hay que dar un paseo, hay que limpiar la cocina, hay que terminar esa novela, hay que…
Con tantos deseos y tantas acciones, el corazón está disperso. Falta unidad, falta paz, falta armonía. Entonces estamos tensos: no conseguimos hacer bien algunas de esas actividades, otras las dejamos a medias, otras quedan en el famoso buzón de “pendientes”…
No podemos vivir en la dispersión. Necesitamos un punto, un proyecto, un pensamiento, un amor, que nos lleven a la unidad. Necesitamos salir de las prisas para serenar el alma. Necesitamos por un momento dejar a un lado actividades que nos arrastran para detenernos y fijar el alma en lo esencial.
Entonces podremos afrontar las preguntas más decisivas: ¿quién soy? ¿Cuál es mi origen? ¿Hacia dónde voy? ¿Qué me espera? ¿Qué encontraré tras la muerte? ¿Voy por el buen camino o estoy encadenado a vicios y frivolidades que me destruyen y que dañan a otros?
Con la mirada puesta en el Evangelio, encontraré un camino hacia la unidad: Cristo me explicará quién soy, cuánto me ama, qué sentido tiene la vida, cómo salir del pecado, cómo empezar a respirar un aire nuevo.
Vale la pena recordar que san Agustín miraba al Hijo de Dios, Jesucristo, como mediador entre la unidad divina y la división humana (cf. “Confesiones” 11,29,39). Sólo cuando me acerco al Maestro me alejo de la dispersión y encuentro el verdadero centro de mi vida.
Hoy puedo caminar desde la dispersión hacia la unidad. Basta con dejarme iluminar por el Espíritu Santo y decidir no según presiones malsanas de mis caprichos o de quienes me rodean, sino según el anhelo más hermoso de los corazones purificados: dejarme amar y amar enteramente a Dios y a los hermanos.