En las Iglesias de Oriente la veneración del icono es considerado como parte integrante de la liturgia, de la misma manera que la celebración de la Palabra de Dios. La razón consiste en que, así como se lee el mensaje de Dios en la Escritura, se puede encontrar también en la pintura. La diferencia está en que la Escritura fue inspirada por Dios y la pintura, no; al menos, no de la misma manera. El icono es obra humana, pero no cualquiera puede pintar iconos. El artista debe también ser sensible a la inspiración divina y lograr que su obra verdaderamente revele el misterio de Dios. Por eso, las Iglesias de Oriente cuidan con esmero sus iconos y su liturgia. Ellos veneran en la imagen el misterio vivo de Dios, que se encarna y revela en la vida de un santo o de la Virgen María. Los iconos verdaderos no son retratos, sino transparencia del misterio de Dios. Para san Pablo, un cristiano, un santo, es aquel que se ha configurado con Cristo y refleja a Dios.
La Iglesia romana mantiene esta doctrina y la reafirmó en el concilio Vaticano Segundo. Nos recordó que la liturgia celebra los misterios de la vida de Cristo, y que hay una profunda diferencia entre la mímesis y a anámnesis. Lo explico. Mímesis significa imitación. Es lo que hace el teatro y utiliza actores que i mitan o representan la vida de las personas. La liturgia no. No imita, ni reproduce, ni representa. Actualiza. Es anámnesis, que significa memoria, recuerdo vivo, actualización. Celebramos lo mismo que Jesucristo hizo y nos mandó hacer: “Hagan esto en memoria mía”. Guardar su memoria viva, actualizar su presencia entre nosotros es su mandato. La liturgia celebra los misterios de la vida de Cristo haciéndolos presentes, porque Dios se acuerda actuando. Por eso, la liturgia no hace teatro. Tampoco añade nada, porque la obra de Cristo está completa y tiene valor infinito. Sólo se necesita hacerla presente y operante entre nosotros, para beneficiarnos de su salvación: “Jesucristo es el mismo ayer, hoy y para siempre”.
Esta originalidad de la liturgia exige un lenguaje propio, distinto al de las otras artes, y es el lenguaje de los signos y de los sacramentos. Éstos son signos cargados de significado y de poder. Es la fuerza de Dios que opera en ellos. El agua del bautismo no es simple H2O, sino el poder divino que lava los pecados y da nueva vida. Se renace del agua por la fuerza del Espíritu Santo. Así en todos los sacramentos y en las otras acciones litúrgicas. Por esta razón, la liturgia católica privilegia el uso de los signos y de los símbolos sobre las imágenes. En efecto, en Occidente la imagen busca la plasticidad, la imitación de la figura, y ha logrado obras artísticas maravillosas. El signo y el símbolo, en cambio, son plurivalentes y tienen gran capacidad significativa. Son, por eso, aptos para hacer presentes las acciones de Cristo. Los sacramentos actualizan en la liturgia los milagros y acciones salvíficas de Cristo. Por eso, quien no sabe leer los signos litúrgicos, no los entiende y prefiere el lenguaje sensible de la imagen. Los desconocedores de la Vigilia Pascual, no entienden el simbolismo del Cirio, y recurren a imágenes del Resucitado hasta de mal gusto y decadentes. La pureza de los signos, la dignidad en las acciones junto con la dicción clara y modulada con la belleza de los cantos, son un signo elocuente de la nobleza de la piedad y cultura espiritual de una comunidad.
+ Mario De Gasperín Gasperín