Sobre la dignidad humana se dicen tantas cosas… Unos afirman que hay existencias “no dignas”. Otros que después de aquel delito tal persona perdió su dignidad. Otros que carecer de dinero o de amigos o de trabajo lleva a tener menos dignidad…
La pregunta de fondo es siempre la misma: ¿por qué decimos que un hombre o una mujer son dignos? ¿Dónde radica su dignidad? Sólo después podremos preguntarnos si algunos tienen más dignidad, otros menos, y si esa dignidad se adquiere o se pierde.
Dignidad significa que algo merece respeto, que goza de cierto valor. Tal valor puede proceder de lo que uno es, de lo que uno hace, o de lo que los demás aprecian de uno.
Normalmente, a nivel jurídico todo ser humano gozaría de la misma dignidad, lo cual también está en relación con derechos que son propios. De este modo, la idea de dignidad estaría estrechamente unida a lo que conocemos como derechos humanos.
¿Y por qué suponemos que un ser humano es digno? Porque su misma condición humana le dota de algo “especial”, algo que lo hace distinto de un diamante (aunque ese diamante valga millones), de una mariposa (aunque sea muy hermosa), o de un jilguero (aunque alegre las mañanas con sus cantos).
Esa condición humana radica en tener algo propio, un alma espiritual. Es cierto que algunos niegan la existencia de ese alma, o que seamos espirituales. Si no aceptamos que en el hombre hay algo especial, un alma que no está compuesta de átomos y que explica por qué tenemos una inteligencia y una voluntad libre, resulta bastante problemático encontrar el fundamento de la idéntica dignidad de todos los hombres y mujeres del planeta.
Si hemos llegado a reconocer la común dignidad para todos los seres humanos, podemos afrontar la pregunta: ¿se pierde esa dignidad? ¿Hay quienes son más dignos y otros menos dignos?
La respuesta a la primera pregunta es negativa: si somos dignos en cuanto hombres, jamás se pierde esa dignidad, porque es algo inherente a la condición humana de cada uno.
Ciertamente, en el uso común se dice que este o aquel asesino ha perdido su dignidad. Aquí se usa el término “dignidad” en varias acepciones, dos de las cuales tienen un especial relieve. La primera: dignidad como algo propio de la responsabilidad moral, como relacionada directamente con la bondad que uno conserva o pierde según sus opciones libres.
La segunda: dignidad como sujeto de derechos. Si uno comete delitos de cierta entidad, pierde algunos de sus derechos, como el del ejercicio de su libertad al ser condenado por un cierto tiempo a la cárcel.
Incluso la “pérdida” de dignidad en esos dos sentidos (dignidad moral, dignidad en el ejercicio de algunos derechos), no priva a nadie de su dignidad profunda, ontológica. Todo ser humano goza de tal dignidad, precisamente porque tiene un alma, una inteligencia, una voluntad, una vocación a darse a los demás y a llegar un día al mundo de lo eterno.
Es necesario añadir que la falta de salud, de dinero, de trabajo, de amigos, de ciertas características físicas o psicológicas, no permite establecer categorías de mayor o menor dignidad. Por lo mismo, cualquier ser humano, antes o después del parto, pobre o rico, de una raza o de otra, con o sin pasaporte, tiene un valor incalculable y merece ser ayudado y respetado siempre.
Entonces, ¿es posible perder esa dignidad ontológica? No. Mientras seamos lo que somos, ahora en el tiempo y luego en el mundo de lo eterno, estaremos dotados de una dignidad indestructible, que nadie podrá arrebatarnos.