Por sus discursos y, sobre todo, por sus acciones se ganó el apodo de “Papa verde”. Dijo claramente que el problema ecológico era una cuestión moral. Denunció en su encíclica más iluminada los males del consumismo desenfrenado y los límites del actual sistema económico. Criticó los nulos avances de los políticos en las Conferencias sobre el Cambio Climático y advirtió que la raza humana debe “escuchar la voz de la Tierra” porque, de otra manera, se arriesgaría a destruir su propia existencia. No, no se trata de Francisco. Todo esto (y más) se refiere a otro pontífice, a Benedicto XVI.
“Todos vemos que hoy el hombre puede destruir la base de su existencia, su Tierra. No podemos hacer simplemente lo que queremos con esta Tierra de nosotros, con lo que se nos ha confiado. Debemos respetar las leyes internas de la creación, de esta Tierra, para aprender esas leyes y obedecerlas si queremos sobrevivir. Esta obediencia a la voz de la Tierra es más importante para nuestra felicidad futura (…) que los deseos del momento. Nuestra Tierra nos está hablando y debemos escucharla y descifrar su mensaje si queremos sobrevivir”.
Cada una de estas frases fueron pronunciadas por Joseph Ratzinger, durante un encuentro a puertas cerradas con 400 sacerdotes en la norteña localidad italiana de Lorenzago de Cadore. Corría el mes de julio de 2007. Dos años después, él mismo fue muy crítico con la falta de voluntad política en la conferencia sobre el cambio climático de Copenhague en 2009.
En su encíclica “Caritas in veritate” (2009) advirtió sobre los excesos del “turbocapitalismo” y urgió a modificar los modernos estilos de vida. Muchas veces lo escuchamos decir que la grave crisis económica mundial está relacionada con una “crisis estructural, cultural y de valores”. Y que sólo con un “estilo de vida basado en la sobriedad, la solidaridad y la responsabilidad se puede construir una sociedad más justa y un futuro mejor”.
Pero lo suyo no fueron sólo palabras. Durante su pontificado se instaló el más grande equipo de recepción de energía solar del Vaticano, sobre el techo del Aula Pablo VI. Un aparato similar se ubicó sobre el comedor de los trabajadores de la Santa Sede y poco antes de su renuncia, la empresa francesa Renault le obsequió dos vehículos totalmente eléctricos.
Para quienes olvidan rápido los antecedentes históricos, la encíclica del Papa Francisco “Laudato Si’, sobre el cuidado de la casa común” parece tener el gusto de un estreno absoluto. Como si antes del pontífice argentino, difundido hoy, ningún otro vicario de Cristo se hubiese jamás manifestado sobre los problemas de la ecología y la inequidad producida por un sistema económico decadente.
Los antecedentes abundan. Y se encuentran, en buena parte, incluidos en la propia encíclica (como constatamos en este artículo del Vatican Insider). Es lícito entonces preguntarse: ¿Cuál es la novedad que aporta Jorge Mario Bergoglio? La respuesta es: varias. En primer lugar llama a las cosas por su nombre. Indica no sólo las consecuencias nefastas de la contaminación indiscriminada de los ecosistemas, lo cual está a la vista de todos. Decir que el mundo está mal es relativamente fácil. No que no sea un mérito, pero es una actitud limitada.
Francisco no se queda en ese ejercicio. Va más allá e identifica el origen de esas acciones contaminantes. Y no sólo: desenmascara los poderes fácticos que aseguran la perpetuación de esos actos atentatorios contra ese bien común que es la creación. Ilustra con gran detalle los sistemas perversos detrás de esas cadenas de inequidad, cuyas principales víctimas son los más pobres y desposeídos.
Profundiza aún más y llega al núcleo del problema: Las estructuras corruptas que alimentan y mantienen a un sistema de “superdesarrollo derrochador consumista”. Para referirse al modelo usa esas tres palabras que no acuñó él como concepto, sino Benedicto XVI. Las consecuencias de esas estructuras se manifiestan en la economía, en la técnica, en el modelo industrial y en la crisis social.
He ahí otra de los grandes aportaciones de Laudato Si’: la capacidad de colocar el fenómeno en contexto demostrando que “todo está conectado” y, por ende, nadie puede decirse ajeno (o indiferente) al desastre ecológico. Constata de manera límpida que somos todos, la humanidad entera, los responsables necesarios en esta espiral que está destruyendo lentamente nuestra “casa común”.
El diagnóstico es crudo y provocador, pero necesario. Justifica lo que viene después: La urgencia de transitar hacia una “ecología integral”. Un nuevo modo de relacionarse con el mundo. Un “movimiento renovador” que se oponga a la “cultura del descarte” y coloque al hombre como centro y fin último de los sistemas sociales.
No se trata de un planteamiento fácil. Por eso resulta incómodo, porque va a la raíz del problema. Cuestiona a todos y cada uno de los actores. Por eso hoy comienzan a levantarse las primeras críticas contra el Papa. Vienen de fuera, pero también de dentro de la Iglesia. Algunos lo manifiestan públicamente, otros lo compartirán en privado.
Es natural (hasta humano) que quienes viven en y del sistema enfermo, sean incapaces de ver la urgencia de modificarlo. Estará quien, desde el absurdo, pretenderá que la reforma real sólo puede venir del actual modelo decadente. Y dirá, con gran elocuencia, que la única forma de sacar de la pobreza a los pobres es reforzar el actual estado de cosas.
Resulta bastante claro que el Papa propone otra cosa. No se trata de “transar” con los “daños obligatorios” de un modelo de desarrollo que se niega a renunciar a la contaminación en aras de una ganancia calculada. Se trata, en realidad, de comenzar un movimiento creativo, dinámico y efectivo en una dirección distinta. Porque no se necesita ser muy inteligente para darse cuenta que seguir haciendo lo mismo, jamás producirá resultados distintos.