La Encíclica Laudatio Sii ha tenido una gran acogida en todo el mundo, pero también ha levantado polvareda en los ambientes conservadores norteamericanos. Jeb Bush, uno de los candidatos más sólidos que tiene el Partido Republicano para la Casa Blanca, hizo la siguiente observación tras saber que Francisco había escrito sobre el cambio climático: “No entiendo la política económica de mis obispos, cardenales y del Papa… La religión debe ocuparse de hacer mejor a la gente, y tratar menos los asuntos reales de la política”.
Es una manera sucinta y muy expresiva de mostrar uno de los problemas más importantes de nuestras sociedades: el auge de un discurso moralista que aleja a Cristo del centro de la vida y lo hace irrelevante, al separarlo de los “asuntos reales” y confinarlo en la sacristía.
La nueva encíclica, sencilla, clara y de poderoso lenguaje, nos vuelve a reclamar justo lo contrario: Cristo tiene que ver con todo, y la situación del Planeta no es una excepción. Así lo plantea el Papa, al señalar que el hecho de que una pequeña parte de la población consuma tantos recursos que ponga en peligro el porvenir de la vida no es sólo un fenómeno económico o político sino, de modo paradigmático, un resultado del pecado del hombre, que ahora se expresa en un egoísmo tan colosal que puede llegar a destruirnos.
Francisco nos muestra en el texto que el origen del cambio climático y de sus efectos perversos no hay que buscarlo en otro sitio distinto que el origen del aborto, de la pobreza extrema, de la desigualdad, del narcotráfico, de la trata de personas o de otras trágicas realidades que destruyen nuestro mundo: es el hombre que se abandona a la tentación de la serpiente y se postula como dios en lugar de Dios.