Tras un referéndum popular del mes de mayo pasado, el 62% de los irlandeses decidió aceptar que las uniones entre personas del mismo sexo deberían considerarse matrimonio. Era la primera vez que un país aprobaba este tipo de leyes por vía de referéndum. Unas semanas después, el 13 de junio de 2015, la Suprema Corte de Justicia de la Nación (México) determinó que cualquier ley que prohíba el «matrimonio» entre personas del mismo sexo era anti Constitucional. Apenas unos días más tarde, el 26 de junio, el Tribunal Supremo de Estados Unidos hizo lo mismo.
La convergencia cronológica con que ha avanzado la aceptación jurídica de las uniones entre personas homosexuales como derecho bajo la denominación de «matrimonio» plantea algunas cuestiones que, en medio del revuelo mediático, aíslan consideraciones de no poco valor común.
La importancia de estas determinaciones radica en que sientan jurisprudencia: a partir de este momento no se puede ir legalmente contra lo decidido por los jueces y cualquier ley anterior o posterior contraria es, por eso mismo, inválida. En el caso de México y Estados Unidos esto es especialmente preocupante. En México había iniciativas estatales de ley que iban camino a referir exclusivamente el matrimonio como la unión entre un hombre y una mujer. En los Estados Unidos había 34 estados cuyas legislaciones circunscribían el matrimonio únicamente a la unión entre un hombre y una mujer.
La problemática ulterior de jurisprudencias como las los Tribunales Supremos de México y Estados Unidos es que las leyes «hacen cultura» y la cultura facilita la aceptación social de las cosas; es decir, actos como los emanados en los dos países aludidos fomentan una mentalidad que, no sólo a largo plazo, deriva en el pensamiento generalizado de que algo es bueno por el mero hecho de que las leyes lo permiten.
Esos actos de jurisprudencia, por otra parte, van en contra de lo que aparentemente quieren defender: los derechos civiles. La razón de esto es que obligan a otra parte de los ciudadanos a actuar contra sus propias convicciones. ¿Cómo?
Piénsese, por ejemplo, que visto que ahora existen estas normas se puede pedir que ese tipo de «nuevos derechos» pasen al ámbito educativo de manera que los niños aprendan en las escuelas que el matrimonio es una cosa que va contra las convicciones de los padres, primeros educadores y responsables de la educación de sus hijos. Y si los padres no están de acuerdo puedan llegar incluso a perder la patria potestad de sus hijos. O piénsese en algo no menos real que ya es una cuestión candente en Irlanda: en ese país las bodas contraídas en las iglesias católicas tienen efectos civiles. Bastaría que una pareja del mismo sexo se presentara, pidiera que los casaran, el sacerdote se negara y posteriormente sea denunciado por ir contra las nuevas leyes. Más común es hoy en día la intolerancia del activismo homosexual que llega a exigir, con la ayuda de las leyes y bajo el pretexto de la homofobia, el silencio de todo aquel que piense distinto en este campo.
Es verdad que el caso irlandés ha sido un paradigma en cuanto que ha sido la primera vez que los ciudadanos se decantan mayoritariamente a favor de una opción que mina las bases de la sociedad: el matrimonio natural. Pero se pierde de vista que se trata más bien de una excepción: en los Estados Unidos, por ejemplo, 30 de los 34 estados que sólo aceptaban el matrimonio como la unión entre un hombre y una mujer lo habían hecho por vía de referéndum. De esta manera, no parece muy justo hablar del respeto a la voluntad popular de los irlandeses y no pedir lo mismo para los estadounidenses. Por lo demás, ¿puede ser la popularidad de determinado tema el criterio de verdad que debe estar a la base de una ley? Puede ser que en algunos casos popularidad y verdad estén en sintonía pero no puede darse por supuesto. El nazismo, ejemplo real del siglo pasado, fue una realidad popular en su momento.
Finalmente, tampoco resulta muy democrático que en sociedades donde el sufragio universal es una realidad consolidada sean los jueces los que, por encima de la voluntad de los ciudadanos, ya expresada por medio de sus congresistas, ya por medio de referéndums en los que ellos mismos participan, decidan la vida social de países enteros en cuestiones que exceden el ámbito de la legislación positiva pues se trata de la naturaleza humana. Se está pasando cada vez más al gobierno de los jueces.
Es comprensible que este avanzar del homosexualismo político no se detenga en este ámbito: que en muchos países estas parejas ya puedan adoptar o acceder a medios como la fecundación asistida (muchas veces con subvenciones del gobierno, es decir, con los impuestos de todos los ciudadanos), es sólo un botón de muestra.
Por Jorge Enrique Mújica
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