Si para Espronceda su única patria era la mar, para más de dos mil migrantes que han perecido en el Mediterráneo este año, en un incomprensible cementerio de pobres, su único descanso han sido los embates, rompientes y crestas marinas, auténtica cruz de oleadas y aludes oceánicos. Indudablemente, estas gentes tenían sus proyectos y sus sueños en camino como cualquiera de nosotros, aparte de que sus vidas han quedado truncadas para siempre dormitando en las sepultadas aguas azules de nuestra indiferencia, puesto que este es un asunto que atañe a toda la ciudadanía europeísta. A veces pienso que nos falta corazón y nos sobra aislamiento. La necedad, que en el fondo es la madre de todos los males, todo lo confunde, y lo más deplorable radica en tantos parlanchines empeñados en demostrar que no se puede hacer otra cosa. Siempre se puede hacer más, y hay que hacer mucho más por salvar vidas humanas.
Efectivamente, el intrépido mar Mediterráneo, la mar brava y salvaje, es hoy una necrópolis impuesta por la concepción de un mundo excluyente e insensible, que reduce toda la realidad exclusivamente a la materia. Tanto tienes, tanto vales. Lo cierto es que parece que nada nos importa, que nada nos incumbe, y yo creo que la humanidad debiera llorar, y esta es la hora del llanto, aunque solo sea por el hecho de haber convertido una masa de agua en camposanto. Y esto va a más para desgracia de todos. Esa cifra, de los dos millares de personas, supera ampliamente a la registrada en el pasado año en los primeros siete meses y podrían rebasarse los 3.279 fallecimientos que se contabilizaron en todo 2014, según datos que difundió recientemente la Organización Internacional para las Migraciones (OIM). Es por ello, que necesitamos respuestas colectivas al flujo masivo de migrantes a Europa en condiciones verdaderamente muy arriesgadas.
Nuestras sociedades se han tornado cada vez más interdependientes, y todo el mundo, ante todo, pertenece a la humanidad, con lo que esto conlleva de compartir y luchar en comunidad, o si quieren en familia, por un mundo mejor para todos. Para empezar todos nos merecemos ser liberados de la pobreza, tener asegurado un trabajo estable y digno, poder acceder a servicios de salud y educación, fuera de cualquier opresión. Téngase en cuenta que las personas que cruzan el Mar Mediterráneo hacia Europa, huyen no sólo de guerras, conflictos y persecución, también de la miseria. En ocasiones, olvidamos que el mundo únicamente puede mejorarse si la ayuda se dirige primero al ser humano como tal, lo que nos exige ser más acogedores y avivar una cultura más auténtica de acompañamiento y auxilio. Desde luego, Europa, en este caso tiene una clara responsabilidad de socorrer a quienes buscan protección, negarles ese amparo es como contradecir las bases del propio sistema humanitario que los genuinos europeístas lucharon por cimentar.
Personalmente, me niego a que el mar Mediterráneo sea un camposanto más. Salvaguardar personas debe ser lo prioritario de cualquier especie que se precie como humana. Dejemos al mar poder ser mar, para que el viento encandile poemas a la vida, puesto que su abecedario es tan profundo en la calma como en la tempestad, y tal vez, de este modo, podamos descubrir de que nadie es extranjero y, por consiguiente, todos merecemos apoyo y hospitalidad. Quizás debamos considerar medidas más efectivas contra los traficantes de personas, alternativas más seguras a esos peligrosos viajes, pero lo inmediato que debemos hacer es asistir y reubicar a esos semejantes que llaman a nuestra puerta. En cualquier caso, está visto que el cierre de fronteras incentiva el tráfico de migrantes. Tan importante como estar unidos es trabajar juntos por un mundo más equitativo, sin levantar tantas barreras infranqueables. Sin duda, una buena dosis de humanidad nos animará a todos, a ciudadanos y gobernantes, a afrontar los desequilibrios socioeconómicos y la globalización sin reglas, que están entre las causas de las migraciones, en las que los individuos no son tanto intérpretes como mártires.