Ya en tiempos de Cristo la oposición fue feroz. Incluso entre muchos que habían seguido al Maestro. “Es duro este lenguaje. ¿Quién puede escucharlo?” (Jn 6,60)
Sí, el Evangelio es exigente. Basta con leer las bienaventuranzas y sentir una invitación a un cambio radical: seguir a Cristo pide un modo totalmente nuevo de pensar y de vivir.
Pero si el Evangelio exige tanto, promete y da muchísimo más. Nos anuncia el perdón y la misericordia. Nos promete la vida eterna. Nos enseña el camino del amor a Dios y a los hermanos.
La belleza del mensaje cristiano no quita la radicalidad de sus exigencias. Por eso en el pasado, como en el presente, hay quienes buscan suavizarlo.
¿Por qué? Porque, dicen, un Evangelio auténtico, puro, desanimaría a muchos. Además, añaden otros, el heroísmo es para pocos. Y no falta quien dice que la Iglesia perdería muchos fieles si se “enroca” en su fidelidad al mensaje de Cristo.
Esas críticas son propias de quienes han olvidado aquellas palabras de Jesús: “Porque quien se avergüence de mí y de mis palabras en esta generación adúltera y pecadora, también el Hijo del hombre se avergonzará de él cuando venga en la gloria de su Padre con los santos ángeles” (Mc 8,38).
El Evangelio no se rebaja, ni se mundaniza, ni se adapta a las presiones de quienes desean mantener sus ideas por encima de la transformación realizada por el Espíritu Santo. Buscar fórmulas y abajamientos para contentar a la gente no corresponde a la auténtica fidelidad de quien confía plenamente en la Cruz de Cristo.
¿Es duro el Evangelio? Sí, porque antes como ahora “el Reino de los Cielos sufre violencia, y los violentos lo arrebatan” (Mt 11,12). Pero todos podemos vivirlo si nos dejamos transformar por la gracia.
Las palabras que escuchó san Pablo valen hoy como siempre: “Mi gracia te basta, que mi fuerza se muestra perfecta en la flaqueza” (2Co 12,9). Por eso, como ese gran apóstol, podemos acoger las magníficas exigencias de Cristo y decir, confiadamente: “Todo lo puedo en Aquel que me conforta” (Flp 4,13 14).