Cuando se piensa y se quiere servir de verdad a un país o a una comunidad se comienza por conocer su historia; la microhistoria de las familias y de los pueblos, y la historia grande, por lo menos la nacional. Por supuesto, la verdadera no la oficial. Los errores cometidos por desconocimiento u omisión del dato histórico se pagan caros, y nosotros ya estamos hartos de ello. Quienes nos gobiernan sólo parecen conocernos mediante encuestas y estadísticas, nunca por haber compartido la realidad cotidiana y familiar. Los millares de hogares heridos por la violencia terminan convirtiéndose en cifras y estadísticas, nada más; y al inicio de cada periodo de gobierno, se pretende comenzar desde cero e inventarlo todo, de modo que se inicia el cuento de nunca acabar… de empezar.
El cristianismo tiene la originalísima novedad de haber incorporado la historia humana a su fe. La fe cristiana es una fe histórica. Cuando decimos que Jesucristo es el Hijo de Dios hecho hombre, queremos decir que entró a formar parte de nuestra historia. Entró por la puerta grande que le preparó Dios en el pueblo de Israel, la Virgen María. Jesucristo es Emmanuel, Dios que camina con nosotros. Así de importante es la historia para el cristiano.
México es un pueblo de raigambre histórica dramática y profunda, rica en tradiciones étnicas y en savia cristiana. Las raíces ancestrales brotan por generación espontánea en todas las manifestaciones de la vida, sobre todo religiosas, pero todas ellas aparecen fecundadas y transformadas por la savia del Evangelio. Esta simbiosis honra tanto a las etnias como a la Iglesia, autora de este proceso evangelizador y civilizador. Ni la Iglesia ahogó las culturas ni las culturas diluyeron la vitalidad del Evangelio. Es el proceso análogo a la encarnación del Verbo.
Esta simbiosis religiosa y cultural a algunos extraña y a muchos molesta. Ni modo. Ésta es la simple y llana realidad, que nosotros llamamos sobrenatural. Con esa se tiene que topar todo hombre que viene a este mundo. Porque el hecho ahí está. Los desconocedores de la historia y del cristianismo lo ignoran; otros, lo llegan a admirar. Los que han incubado algún género de hostilidad en su corazón, lo quieren evitar a toda costa. Incurren éstos en la fatal tentación de acallar deformar y acomodar la historia a sus prejuicios, dando paso a las interpretaciones ideológicas y a las leyendas negras.
Éstos sólo logran indigestarse e indigestar, porque los hechos están allí y siguen actuando e influyendo. No se pueden acallar. Sucede como a las plantas injertadas que tarde o temprano aparece algún gen original y hasta retoña el tocón. Esta observación de sentido común, adquiere para el cristiano una dimensión teológica de primera importancia, porque la historia está en las manos de Dios, y nosotros la llamamos Historia de la Salvación. Es el proyecto de Dios que siempre se cumple; si no se cumpliera no fuera de Dios. Resulta de aquí que quien quiera servir o gobernar, debe revestirse de un sano realismo y sintonizar con ese proyecto de Dios. Su expresión universal son los diez mandamientos y suele llamarse ley natural. A esto los liberales a ultranza le tienen pavor. Al usurpar el puesto de Dios, sólo han logrado servir a sus conveniencias y crear leyes que controlan la intimidad de la conciencia y la sacralidad del hogar. Nada hay más real que Dios, por quien comenzó a existir toda la realidad. Este es el realismo cristiano, el verdadero, no el mágico y fantasioso con el cual nos pretenden gobernar.
+ Mario De Gasperín Gasperín