Lo habremos escuchado o leído en alguna parte: hay personas muy activas en el mal, y hay creyentes muy pasivos en el bien.
La idea viene del Evangelio: “los hijos de este mundo son más astutos con los de su generación que los hijos de la luz” (Lc 16,8).
¿Por qué ocurre esto? Porque entre quienes optan por el mal hay gente decidida, voluntariosa, incluso “sacrificada”: no descansan hasta lograr sus victorias destructoras.
En cambio, entre los que se declaran seguidores de Cristo y su Evangelio, hay personas llenas de pereza, cobardía, desconfianza, inseguridad, incluso fariseísmo.
El cristianismo, sin embargo, lleva a no quedarse en buenos deseos y lanza al creyente a obras concretas de amor y de misericordia.
El Maestro fue claro: “No todo el que me diga: Señor, Señor, entrará en el Reino de los Cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre celestial” (Mt 7,21).
El mundo sucumbe ante las energías del mal por el activismo de unos pocos que usan su mente y sus fuerzas para dañar, mentir, arrinconar a los buenos, sepultar la verdad.
En cambio, el mundo inicia un cambio profundo, como el que produce la levadura, cuando algunos buenos (ojalá muchos) deciden darlo todo, con pasión, para difundir el bien, la verdad, la justicia, la belleza, la misericordia.
Necesitamos confiar en Dios, apoyarnos en su gracia, y dar un paso firme y generoso a una vida nueva. Seremos entonces miembros vivos de la Iglesia, activos en el bien, constructores de un mundo más abierto al perdón de Dios y más acogedor respecto de los pobres, los débiles, los ancianos y los enfermos.