El pasado sábado 17 de octubre Francisco realizó un discurso delante del Sínodo de los Obispos reflexionando sobre el papel del Papado que ha dejado a muchos boquiabiertos, ojipláticos.
Para quienes no llevan en el corazón al Pueblo de Dios es muy difícil comprender lo que es la Iglesia. Buscan en el mundo instituciones con las que compararla: gobiernos, empresas, organizaciones no gubernamentales… y es verdad que se pueden encontrar rasgos en ella –algunos de los que no nos sentirnos orgullosos- que le hacen parecerse a una cosa u otra desde determinados puntos de vista. Pero sin fe es muy difícil comprender que la Iglesia es el Cuerpo de Cristo que sigue en comunión a través de los siglos y a cuya cabeza está el Papa.
Francisco, sin embargo, nos ha ofrecido una metáfora sorprendente: la de una pirámide invertida en la que el Papa está en el vértice inferior. Ciertamente desde ahí se sostiene la fe del conjunto, pero como un servicio y no como un privilegio: escuchando a las Iglesias locales (tan citadas en Laudato Si’) y recogiendo el sentir del Pueblo de Dios que tiene, nos dice y es verdad, una capacidad privilegiada para discernir gracias a su fe, que es sencilla… y también clara.
Si los poderosos del mundo utilizan su posición elevada para dominar a los demás y buscar su provecho y beneficio, Cristo nos dijo que entre los cristianos no debemos tratarnos así. Nuestras relaciones tienen el sello del amor, de nuestro amor humano y del amor de Dios. También las relaciones de la autoridad (auctoritas: “el que hace crecer”) con su grey. Yo diría más: especialmente éstas, porque el Señor las destacó como un servicio de entrega a los demás. El lenguaje no es una jarra vacía, sino que se usa con sentido, y la Iglesia da a algunos de sus miembros el nombre de “ministro”, que proviene del latín minister, que significa “sirviente”.