En la Bula de convocación del Jubileo extraordinario de la Misericordia, el Papa Francisco manifiesta la intención de enviar, durante la Cuaresma de este Año Santo, “Misioneros de la Misericordia” a toda la Iglesia. Lo hace como “signo de la solicitud materna de la Iglesia por el Pueblo de Dios, para que entre en profundidad en la riqueza de este misterio tan fundamental para la fe”. A nadie quiere el Papa que falte un signo de la divina misericordia.
Este mismo año, la providencia divina nos ofrece en la liturgia dominical la lectura del evangelio de san Lucas, llamado precisamente el “evangelio de la misericordia”. Su estructura teológica es el itinerario de la Palabra salvadora de Dios que baja del cielo, llega en el desierto a Juan y de allí resuena por toda Judea; luego reposa en María quien la recibe en su seno por obra del Espíritu Santo. María, portadora de esta Palabra de misericordia, la lleva por las montañas de Judea, saluda y auxilia a Isabel cuyo hijo, el Precursor, salta de gozo al escucharla. Zacarías, destrabada la lengua, canta la misericordia divina bendiciendo a Dios.
En Belén florecerá esta Palabra hecha carne entre los pobres, será presentada por María y José en el Templo de Jerusalén y ofrecida a Dios como presagio de su futuro sacrificio. La espada traspasará su vida hasta el martirio de su hijo en el Calvario. Este gesto lo descifra el Espíritu Santo cuando Simeón proclama al hijo de María “luz de las naciones y gloria de Israel”, presagio kerigmático de su futuro ministerio. Llevó después al Templo a su Hijo, como un peregrino devoto más, y tuvo que recobrarlo, no sin zozobra, como el Hijo del Padre del cielo, en cuyas cosas debía ocuparse. Esta experiencia dolorosa de María nos revela el misterio que esconde su Hijo: Ser hombre y Dios verdadero.
Durante su vida de predicador itinerante, Jesús experimentará la presencia discreta e inseparable de su Madre, acompañada de mujeres servidoras de la Palabra viva y misericordiosa de Dios. Finalmente, asociada a los discípulos de su Hijo, acompañándolos y adoctrinándolos en su escuela de oración, está presente en el cenáculo, implorando el cumplimiento de la promesa del Padre, el don del Espíritu Santo. El Espíritu Santo, que había fecundado su seno bendito, ahora fecunda en el cenáculo el corazón de los discípulos con la fuerza y sabiduría del cielo, para que lleven su testimonio hasta los confines últimos del mundo. Aquí María se convierte en imagen y prefiguración de la Iglesia, en “modelo de la iglesia suplicante”, más aún, en Madre de la Iglesia, como la proclamó el papa Pablo VI al término del Concilio.
María inició con presteza este peregrinaje misionero que se originó en el cielo, descendió a la tierra, pasó de Nazaret a Jerusalén, de Jerusalén a Judea y Samaría y, desde allí, hasta los últimos extremos de la tierra. Es la visión teológica de san Lucas que inicia la gran peregrinación de la misericordia que llamamos historia de la salvación y que ahora nos ofrece la Iglesia.
Los misioneros que anuncia el Papa “serán, sobre todo, signo vivo de cómo el Padre acoge a cuantos están en busca de su perdón”; lo mismo deberán serlo todos los sacerdotes, ministros del perdón de Dios. Sacerdote que no es misericordioso no es apto para este ministerio. Nadie como María ha conocido el misterio de la misericordia divina, la ha experimentado y puede conducirnos a ella. A Ella, Misionera de la Misericordia, encomendamos a nuestros ministros y misioneros.
+ Mario De Gasperín Gasperín