Hay hechos del pasado que duelen. Son como una mancha para la historia de un país, de una religión, de un grupo humano, de una familia. Provocan en otros acusaciones, rencores, deseos de venganza.
Por eso hay quienes desean “borrar” hechos del pasado. Como si fuera posible, a través de un gesto público de petición de perdón, dejar a un lado la condena que sufrió un inocente, las bombas de “los nuestros” que mataron a cientos de civiles, las cárceles donde quedaron abandonados a su suerte miles de “enemigos”.
Pero por más que lo deseemos, por más que repitamos declaraciones más o menos solemnes en las que “pedimos perdón” y “deseamos borrar de nuestra historia aquel hecho”, el pasado nunca puede ser suprimido.
Nadie puede eliminar el pasado. Ni son correctos los esfuerzos por borrarlo de la memoria. Como tampoco es correcto lo opuesto: el que personas o grupos se reprochen una y otra vez lo que los antepasados cometieron con una crueldad a veces inaudita.
Entonces, ¿qué actitud tomar ante los hechos dramáticos de la historia? ¿Cómo interpretar aquellos crímenes, aquellas injusticias, aquellos odios de quienes levantaban la misma bandera que ahora ondea en nuestros edificios públicos? Con una actitud madura y con un realismo que sabe identificar las culpas y que busca remediar los males que heredamos del pasado.
La historia humana, no solo aquella que aparece en los libros, ni la que ha quedado recogida en documentos no siempre fidedignos, es un mosaico complejo donde se junta lo mejor y lo peor, el heroísmo y la traición, la solidaridad y la indiferencia.
Por eso, recordar el pasado sirve para mantener la mente y el corazón atentos ante tantos peligros que también ahora pueden provocar desgracias absurdas, y para promover actitudes y gestos concretos de ayuda a quienes hoy día, tal vez más cerca de lo que sospechamos, necesitan manos amigas y corazones dispuestos a construir un mundo abierto al perdón y a la justicia.