Gaspar Aindorffer era abad del monasterio benedictino de Tegernsee en 1452, cuando escribió una carta al Cardenal Nicolás de Cusa para pedirle que pasase unos días en su comunidad de monjes y dictara allí unos ejercicios espirituales. La primera sorpresa que preparó el conocido Cardenal llegó en unos días: les envió un icono de Cristo cuya imagen mantenía los ojos dirigidos al frente, de manera que parecía dirigir la mirada directamente sobre cada observador, se situase donde se situase.
De esta manera comenzó el Cusanus los ejercicios que darían lugar a De Visione Dei: mostrándoles a los monjes que, aunque estuviesen despistados, cayeran en los mismos pecados una y otra vez o se sintiesen separados del Señor, cuando quisieran volverse hacia Él lo encontrarían mirándoles, esperándoles, con una atención amorosa por su persona fuese cual fuese la circunstancia que atravesara cada uno.
Este es el fundamento del Año de la Misericordia, nos dice el Papa, que “cuando tenemos algo en el corazón y queremos pedir perdón al Señor, es Él el que nos espera para dar el perdón. Este Año de la Misericordia también es esto: que sepamos que el Señor nos está esperando a cada uno de nosotros ¿Para qué? Para abrazarnos.”
La expresión papal de que “Cristo primerea” significa exactamente eso, y podría considerarse el núcleo del pontificado de Francisco. De hecho, sólo quien ha recibido la enorme gracia de encontrar a Dios puede comprender qué es un amor incondicionado, paciente y misericordioso como el de Cristo, que ya dio el primer paso para agrandar nuestra vida y que nos espera en cada recodo del camino antes de que decidamos recorrerlo.
Los hombres somos limitados, juzgamos, medimos, calculamos, nuestro abrazo nunca es tan puro como quisiéramos ni como el otro anhela, pero podemos tener la seguridad de que Cristo espera a que nos decidamos a ser felices, a recibir la alegría que nace de Su Presencia y que no tiene otro requisito de entrada que el deseo de acogerLe en el corazón.