Francisco viene a México con su mensaje de misericordia, uno que suena nuevo pero que es tan viejo como la misma Iglesia porque pertenece al núcleo de la predicación y vida de Jesús. Cabe preguntarnos por qué, pues, oír sobre la misericordia nos parece como algo jamás antes escuchado.
Tal vez lo sea por los gestos tiernos de Francisco al hablar de ella, como cuando abrazó con cariño a un hombre enfermo de neurofibromatosis. Pero eso ya lo han hecho muchos otros santos que besan a los mismos leprosos. Por tanto, sospecho que una explicación mejor sería que, aunque seamos católicos, muchos ignoramos nuestra fe, es más, muchos desconocemos al mismo Dios. Y lo hacemos de varias maneras.
Quizá la manera más burda sea la del maniqueo, quien divide a la sociedad, aun el universo entero, en buenos y malos. Se lo imagina como La Guerra de las Galaxias: o perteneces al lado bueno o al malo de la fuerza. Sustituye a Dios, todo bueno, por un Cosmos dual donde hay una lucha eterna entre la Luz y las Tinieblas. Le perteneces a una o a la otra. De admitir a Dios, éste no sería el soberano supremo, sino la fuerza que lucha, en condiciones de igualdad contra el mal. El diablo no sería entonces mera criatura sino un poder equiparable a su mismo Creador, lo que es una blasfemia.
Aquí lo que conviene resaltar es que un maniqueo, en términos prácticos, siempre se concibe bueno, mientras que tacha de malos a todos aquellos que le disgustan o son distintos a sí. Es más, no se acerca a ellos, no los trata de convertir, los rechaza porque los considera malos de por sí. Lejos se encuentra de imaginar que esos “malos” son objeto de la compasión de Jesús y que, por tanto, deberían ser objeto de la compasión suya. Así le escandaliza que el papa Francisco hable de acercarse a los divorciados vueltos a casar y a los mismos homosexuales activos. Para el maniqueo, estos sujetos ya pertenecen a las Tinieblas. Por supuesto, él no, pues se asume como una persona buena e intachable.
El fariseo, como el maniqueo, divide a la gente en buenos y malos, se quiere mucho a sí mismo, y desprecia a los que no se parecen a él. Lo que le distingue es reconocer la supremacía de Dios. Por ello se irrita más contra los “malos” pues, en eso tiene razón, su maldad ofende al Altísimo. Con todo, reduce el bien o el mal a procurar o no méritos propios. Quienes no acumulen méritos deben ser aborrecidos ahora en este mundo y siempre en la vida eterna. Ni los toques. Son como los parias en la India. Él, en cambio, sí se porta bien y por eso cree merecerse el aplauso de todos. Es por sus méritos, por cumplir rígidamente cada minucia de la ley, que acaba este fariseo pidiendo cuentas a cada uno de nosotros y al mismo Dios a punto de convertirlo en su deudor.
El puritano también divide a la gente en buenos y malos. Se distingue porque se reconoce bueno por la gracia y bondad de Dios. Con todo, por considerarse elegido se asume ya puro, ajeno a todo pecado y libre hasta de las tentaciones. Prueba curiosa de ello, según lo cree, son su éxito económico y mundano. Mientras, considera impuros y condenados ya a los pecadores públicos y fracasados. Ni para qué intentar convertirlos o alejarlos del diablo si ya pertenecen a éste. Hace como los fundadores de Estados Unidos: para qué predicar la Buena Nueva a los indios, mejor matarlos, no merecen vivir por estar ya predestinados a la condenación eterna.
Según el mensaje cristiano, Dios originalmente nos creó buenos a nosotros y al universo entero. Es más, nos hizo libres y podemos responder al amor de Dios no forzados, sino libremente. Pero Adán y Eva, y de ahí en adelante todos hemos elegido apartamos de un modo u otro de Dios y de su gracia. Éste, misericordioso, tuvo compasión de nosotros y envió a su Hijo Jesucristo para rescatarnos.
Hay varias reacciones a esta Buena Nueva. Los “neopelagianos”, según los define el Papa, son “aquellos que en el fondo sólo confían en sus propias fuerzas y se sienten superiores a otros por cumplir determinadas normas”. Consideran la gracia un accesorio y atribuyen el progreso únicamente al empeño y fuerzas propias. Algunos con arrogancia se ofenden por la referencia de que Dios les ofrece su misericordia. “¿Compasión hacia mí?, pero si soy muy bueno, pago mis impuestos, no le pongo cuernos a mi esposa, no necesito ayuda ni mimos de nadie, me basto yo solo”, dicen.
Hay también los presuntuosos y los “gnósticos”, según se refiere a ellos el Papa. Reconocen la salvación de Dios, pero nada más. No responden apropiadamente a ella. Uno dice que basta tener fe. Otro se queda lelo contemplando, meditando y definiendo cada punto de esa fe. Pero en ellos esa fe no fructifica en amor, en obras de misericordia.
Hay incluso el bonachón. Éste se desborda en obras de misericordia hacia los demás. Sin embargo, por lo mismo, se cree tan bueno, a punto de vanidoso, que no le pasa por la cabeza que también necesita, y urgentemente, de la misericordia de Dios.
Hay en fin los desesperados. Saben de Dios y su ternura. Pero se consideran a sí mismos tan malos que, soberbios, creen superior su maldad a la infinita misericordia divina.
¿Cuántos de nosotros además de ser “bonachones” nos reconocemos necesitados y nos acercamos a la compasión y amor de Dios? ¿Cuántos, humildes, nos reconocemos heridos por el pecado, y, dice el Papa, acudimos a la Iglesia que es como “un hospital de campaña” para que nos atienda el Divino Médico en la confesión? Sólo entonces entenderemos y viviremos su misericordia.