Algunos piensan que la tolerancia es posible cuando eliminamos todo tipo de seguridad, de certeza, de dogmatismo; cuando nos convencemos de que cualquier comportamiento, opción personal, forma de vida, creencia política o religiosa vale igual que las demás. Para esas mismas personas la intolerancia nace del pensar que uno posee la verdad “absoluta”, del vivir como un “dogmático”, del sentirse “superior” respecto a los que piensan de un modo distinto. En otras palabras, la violencia que atenta contra la tolerancia nacería del creer que el propio punto de vista es absolutamente verdadero.
La anterior teoría encierra una pequeña contradicción. Por un lado, considera como cierto (como “absoluto”) que la violencia es algo malo, algo que debemos perseguir y eliminar. Por otro, afirma, también como algo “absoluto”, que el dogmatismo es la fuente de la intolerancia, la violencia y el espíritu inquisitorial de quien persigue u oprime a los que piensan de otra forma. Con estas dos afirmaciones, que buscan defender una actitud tolerante, se cae en esa posición dogmática que los defensores de esas ideas quieren evitar. Esta contradicción se resume con una fórmula sencilla: la tolerancia debe ser intolerante con la intolerancia… ¿Es, entonces, tolerante la tolerancia?
Para evitar esta paradoja, podríamos imaginar otra manera de entender la tolerancia. Tolerantes serían muchos tipos de personas: los que poseen convicciones firmes, o los que sólo defienden verdades provisionales, o los que viven entre dudas más o menos profundas y errores de distinto tipo (a veces se da todo se da mezclado). Pero a esta diversidad de puntos de vista hay que añadir algo para que se dé la tolerancia: poseer motivos suficientes para respetar a los que piensan de un modo distinto del propio punto de vista. Es decir, uno puede ser dogmático, puede creer y decir que el otro está equivocado, y ser profundamente tolerante porque respeta al que piensa de un modo distinto del suyo, porque tiene motivos para hacerlo.
El punto está precisamente en explicar: ¿por qué creemos que el otro es digno de respeto, también cuando creemos que se equivoca? ¿De dónde arranca la verdadera tolerancia? La respuesta será más clara y más fuerte si somos capaces de descubrir que los demás valen por sí mismos, por encima de sus ideas, del color de sus zapatos o del número de velas que apagan el día de su cumpleaños. Es decir, si somos capaces de comprender que cada hombre, cada mujer, desde el embrión hasta el anciano que ha superado los 100 años, valen por sí mismos, por encima de los conflictos y de las diferentes opiniones que puedan darse entre los distintos grupos humanos.
Esto no quita el que haya comportamientos (y teorías) que la sociedad no puede “tolerar”. Si alguien asesina, roba, insulta o simplemente se divierte rompiendo los cristales de los coches, podemos (debemos) intervenir para que no dañe a otros, para que no hiera la convivencia social. Igualmente, si uno predica ideas para instigar al odio hacia los blancos o los indios, los cristianos o los musulmanes, los del partido blanco o los del partido colorado, está claro que su palabra no tiene ningún derecho a ser oída. Incluso en ocasiones habrá que prohibirle hablar, precisamente en nombre de la tolerancia…
Por lo tanto, la verdadera tolerancia se construye sobre la defensa convencida del valor de cada vida humana y de todo aquello que necesitamos para respetarnos profundamente. Esto es posible sólo desde teorías no relativistas, pues para el relativista no existen verdades “absolutas”, ni siquiera el valor del otro. Necesitamos construir un pensamiento lo suficientemente claro y fuerte como para poder defender el derecho de todos y de cada uno para tener libertad de escoger el estilo de vida que desee, siempre que no dañe a los demás, y defender este derecho como una verdad “absoluta”.
Sin embargo, los filósofos, los antropólogos, los sociólogos, no están de acuerdo sobre cómo fundar el valor de cada hombre. Incluso no faltan pensadores que afirman que entre nosotros y los animales no hay gran qué de diferencia. Si eso fuese verdad, entonces la ley de la sociedad sería la misma ley que vale en el mundo animal: el más fuerte se impone (intolerantemente) sobre el más débil. De aquí al nazismo y a otros sistemas dictatoriales no hay más que un paso…
¿Resulta posible probar que somos distintos de los animales? Casi la misma pregunta encierra la respuesta: somos capaces de pensar, de comprender, de discutir, de buscar lo verdadero, lo bueno, lo justo, lo más perfecto. Eso sólo es posible si brilla en cada uno la fuerza del espíritu; si tenemos un alma inmortal, como ya intuía (entre sus dudas) Sócrates. Un alma capaz de pensar y de amar de un modo muy superior al de los animales. Un alma que está presente en todos, incluso en el criminal (que no deja de ser hombre, también cuando tenemos que castigarlo justamente…).
Desde luego, muchos espiritualistas han sido intolerantes, porque creyeron, equivocadamente, que el “distinto”, el contradictor, el que pensase de otra manera, podría ser perseguido en nombre de valores mal usados (aunque fuesen palabras tan sonoras como “patria”, “tribu” o “clase social”). Pero lo correcto es argumentar con la razón para convencer, en el diálogo lleno de respeto, a los que tienen otros puntos de vista, y respetarles si no se persuaden con nuestras palabras. La intolerancia a veces es sólo la frustración de quien no ha sido capaz de aceptar que otro piense de modo distinto, el esfuerzo por triunfar con la fuerza, según las leyes biológicas que premian al más fuerte y no al que esté más cerca de la verdad…
Hay personas que tienen la razón pero la “pierden” por su intolerancia. Dos más dos son siempre cuatro aunque Juanito diga que no. Pero golpear a Juanito para que, por miedo, se someta a una verdad matemática es un acto de “intolerancia” que sólo se explica desde la falta de humanidad de quien usa la violencia para corregir errores inofensivos…
Construir un mundo tolerante es fácil si sabemos profundizar cada día en lo que significa ser hombres. Es mucho más lo que nos une que lo que nos separa. En ese sentido, el cristianismo debería ser la religión más universal, porque nos enseña que todos los seres humanos somos hijos amados por un mismo Dios, por encima de la historia y de los pecados cometidos. En otras palabras, Dios es la persona más tolerante, porque nos ama como somos (muchas veces, a pesar de lo que somos), sin dejar de invitarnos a ser lo que debemos ser. ¿Seremos capaces de imitarle en su respeto hacia todos, en su tolerancia infinita que se llama amor y misericordia?