Felicidades, niños. Gocen su día. Pero no sólo este día. Gocen todos los días. Sean agradecidos por lo mucho que han recibido de sus papás, hermanos y demás familiares; también de otras personas, como catequistas, sacerdotes, religiosas, maestros y muchas personas más.
Hermanos adultos: demos muchas y constantes muestras de atención cariñosa, escucha y amor a los niños, siempre con limpieza de corazón. Hagámosles experimentarse amados para que, a su vez, amen con alegría y generosidad, de modo que vayan expresando el gozo de ser útiles a otras personas.
Pidamos a Dios por los niños que viven experiencias muy variadas de rechazo y maltrato físico, psicológico, moral. Si nosotros hemos actuado duramente para con ellos –la indiferencia puede encerrar mucha agresividad pasiva-, recapacitemos, pues estamos formando potenciales personas rebeldes y antisociales, potenciales delincuentes y criminales.
Por el contrario, que nuestra actitud hacia los niños sea de valoración y delicadeza, confiando en ellos, a fin de que ellos aprendan a confiar en sí mismos y, a su vez, a darse generosa y sanamente a los demás. Esto es clave para la restauración del tejido social, con mucho por hacer en la familia, la escuela y la parroquia.
Más aún, escuchemos a Jesús que nos convoca a “hacernos como niños para poder entrar en el Reino de los Cielos”: efectivamente, no somos dueños de nosotros mismos ni dueños de la vida de los demás; somos hijos a quienes Dios ama con ternura de Padre. Cultivemos la infancia espiritual, o sea la gratitud a Dios, de Quien hemos recibido lo que somos y tenemos.