El cristianismo surge desde una decisión de Dios. Dios ama, y crea. Ama, y acepta los riesgos de la libertad. Ama, y busca cómo redimir.
El Amor lleva a caminar hacia el hombre débil, enfermo, confundido, pecador. Busca cómo iluminar su mente, cómo curar su corazón, cómo librarlo del mal.
Ese mismo Amor impulsa a Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, a la aventura más grande y más sorprendente: la Encarnación del Hijo, desde la Voluntad del Padre y bajo la acción del Espíritu Santo.
El sí de la Virgen María abre las puertas de lo humano a lo divino. La salvación se hace presente y cercana. Jesús es el Hijo del Padre y el Hijo de María.
Cristo Jesús anuncia la salvación y muestra su fuerza con palabras y con milagros. Los sencillos lo acogen con alegría. Los soberbios cierran sus corazones y lo rechazan.
En el momento fijado por el Padre, Cristo acepta entregarse a los hombres, que cometen contra Él todo tipo de injusticias, hasta el drama del Calvario.
El Amor, sin embargo, es más fuerte que la muerte. La Sangre del Nazareno limpia los pecados. Su Cuerpo, a los tres días, resucita.
Cristo envía su Espíritu Santo y pone en pie la Iglesia. Esa Iglesia sigue en camino, a lo largo de los siglos, en un drama de dimensiones cósmicas.
La historia no ha terminado. Cada día nos hace más cercano el momento decisivo, el juicio que separe el bien y el mal, que distinga entre los humildes y los soberbios.
El cristianismo sigue vivo con la mirada puesta en Jesucristo. Cada día está lleno de misterios y de esperanzas. El tiempo impulsa a la llegada del Reino definitivo.
Como creyentes, como católicos, oramos y buscamos acoger el gran don de la misericordia, que se convierte en caridad y servicio.
Al igual que los primeros cristianos, también nosotros repetimos hoy el grito de quienes esperan y viven bajo la luz de Cristo Resucitado: “¡Ven, Señor Jesús!” (Ap 22,20).