La veneración de las imágenes ha sido siempre un motivo de discusión y hasta de enfrentamientos en la Iglesia. Todo parte de la prohibición de Dios a Moisés de fabricar cualquier imagen de la divinidad. Dos son las razones principales de la prohibición. La primera, que Dios es invisible y no tiene cuerpo. Apareció como una hoguera en al zarza ardiente a Moisés, como un viento refrescante a Elías, o como una nube luminosa a Salomón. Moisés quiso ver su rostro pero nunca lo logró, pues ver a Dios equivalía a morir.
La otra razón fue que Israel estaba rodeado de pueblos idólatras. Veneraban a dioses en forma de serpiente para expresar su sabiduría y astucia, o como un toro o novillo, símbolos de fuerza y fecundidad. Reproducir una imagen era, en cierta manera, conocer la naturaleza íntima del dios representado, y poder manipularlo a placer. Es el uso que hace la magia y los amuletos: una mezcla de ignorancia y superstición. El Dios de Israel es un Dios libre y libertador, un Dios moral, que no acepta soborno ni manipulación.
Sin embargo, Israel siempre conservó algún símbolo, si no de Dios, sí como un recuerdo de su acción salvadora en su pueblo. Así, la serpiente de bronce que elevó Moisés en el desierto por mandato del mismo Dios, se conservó en el templo para recordar a Israel el poder de Dios, que puede cambiar un instrumento de muerte en vida. Esto, para quien tuviera fe, no en la serpiente, sino en Él. Los seres alados o querubines que cubrían el Arca de la Alianza eran signos también de su presencia y protección sobre Israel.
Pero lo más desconcertante es que Dios mismo se hizo su propia imagen: El hombre. La pareja humana, el hombre y la mujer, son imagen y semejanza de Dios. El mismo Dios reprodujo su imagen en los comienzos, y quiso que se continuara en todo descendiente de varón y mujer. Así, a Dios lo vemos en el hombre, en el prójimo, y en la pareja humana, como nos enseñó Jesucristo. Esta imagen divina en el hombre quedó deteriorada a causa del pecado, pero fue restaurada en Cristo, imagen visible de Dios invisible, como dijo a Felipe: Quien me ve a mí, ve al Padre.
El Concilio de Nicea II (a. 787) defendió el culto a las imágenes porque Jesucristo, el Verbo de Dios encarnado, se hizo hombre como nosotros, menos en el pecado. Los apóstoles convivieron con él, y él con ellos. Fue crucificado, muerto y sepultado y Tomás metió la mano en su costado. En Jesucristo el Dios invisible se encuentra con el hombre y el hombre se eleva hasta Dios. No se avergüenza de llamarnos hermanos, dice la Escritura. Por tanto, los creyentes en Jesucristo somos miembros de su cuerpo, que es la Iglesia. Por esta razón, venerar las imágenes de Jesucristo, de la Virgen Santísima y de los Santos, no es más que creer y profesar nuestra fe en el misterio de la Encarnación. Los santos y sus respectivas imágenes sagradas prolongan, en cierta manera, este misterio.
Las imágenes sagradas deben ser dignas y hechas con arte, según las culturas, y guardar el orden que les corresponde en la Iglesia; no generar confusión. Su valor radica en su capacidad de elevar nuestro espíritu hacia Dios y de manifestarnos la riqueza de Cristo presente en ellas. Su función no es conmover, sino mover al seguimiento e imitación de Cristo. Valen, no por lo que son, sino por lo que representan: a Cristo, admirable en sus santos.
+ Mario De Gasperín Gasperín