No me gusta este mundo que deja a los jóvenes sin futuro, que a los niños en lugar de darles juguetes le entrega armas y que abandona a sus mayores en cualquier esquina. Tampoco me deleita la labor de esos seres humanos a los que les mueve únicamente el interés, saborear el poder, o recrearse en el llanto ajeno. Más de una vez he pensado que sollozamos al nacer porque pasamos de la poética al infierno, a un orbe de dementes donde todo es mentira, hasta cuando dicen hablarte con el corazón en los labios. Sin embargo, cuando fenecemos, apenas hacemos ruido, nos vamos en silencio. Con razón uno debe temerle a la vida, no a la muerte, máxime en una época en que nadie sabe en quien confiar, puesto que nos hemos despojado de ese innato soplo de sinceridad, nos hemos vuelto irrespetuosos; y, además, fríos e inhumanos como verdaderas montañas de hielo.
Este espíritu alocado en el que nos movemos cada día se llena de tormentos, pues en lugar de globalizar los latidos hemos globalizado el terror, y así nos descomponemos como especie, por mucha esperanza que nos demos, ya que mayor es el horror de no desvivirse por vivir hermanados. Deberíamos reivindicar, en consecuencia, mucho más la amistad entre los pueblos, los países, las culturas y las personas. En vez de levantar muros, como algunos pretenden, hay que tender puentes. Necesitamos avivar nuestros lazos. Téngase en cuenta que un verso por si mismo nada es, pero un verso en otro verso y en otro, es un poema, que suele comenzar con un deleite o asombro y terminar en sabiduría, algo fundamental para conocerse a uno mismo y reconocerse en los demás.
Nos alegra, en este sentido, que el Papa Francisco, reivindique con motivo de la inminente celebración de la XXI Jornada Mundial de la Juventud en Cracovia, el reencuentro de tantas fortalezas, modos de vivir y de cohabitar, pero todos unidos armónicamente en el nombre de Jesús, que es el rostro de la humanidad y el rastro de la luz, el camino de la concordia y la esencia de la poesía. Al fin y al cabo, el ser humano nada puede aprender, sino en virtud de lo que siente. Son las ideas las que nos mueven, que son como pulsos que nos alientan y nos hablan, nos ponen en movimiento, tan solo si antes se han transformado en sentimientos, que es lo único que puede ensamblarnos, cuando brotan de un alma nívea. Por el contrario, el egoísmo jamás ha forjado uniones duraderas.
Verdaderamente, hoy más que nunca, precisamos de cualquier señal solidaria que nos ponga en el camino del entendimiento. Entenderse es primordial para poder avanzar en paz, junto a todos, conciliando verbos y reconciliando pasiones, conviniendo de que si no estamos bien con nosotros mismos, difícilmente podemos contribuir a armonizar con nadie. No olvidemos que la huella más evidente de que se ha hallado el camino es el sosiego de cada cual, cuestión primordial para poder trabajar por la justicia, que no está tanto en las palabras de la ley, como en el latir de las gentes. Por ello, hace falta ensimismarse por lo que representa todo ser humano, pero también engrandecerse con la libertad moral de sentirse parte de ese hospedarse acorde con nuestro propio hábitat.
Esto es primordial para contener la multitud de crueldades que se gestan cada día. Hace tiempo que me alarma esta tendencia destructiva de savias humanas. ¡No cerremos los ojos ante todo este afán salvaje! Abrámoslos bien y en vez de encerrarnos en la soledad, salgamos a su encuentro para invitarle a otras siembras más comprensivas, menos fanáticas. Desde luego, es imposible que un mundo perdure sobre el terror, que una civilización avance sobre el miedo, el odio y la venganza, que un planeta vivo resista por mucho tiempo este caudal de maldades y perversiones. Ante este aluvión de inseguridades y bochornos, dejo mi petición: Retorne el versarse en la auténtica palabra, para que retome el ser humano a su poético andar, que es la que nos embellece nuestra distintiva existencia. Recostado quedo en medio de tanta desdicha, a la espera de que le pongamos más fuerza al entusiasmo por lo armónico.