En la vida se alternan continuamente dos experiencias: la de escuchar y la de hablar. Nos fijamos ahora en la primera, que en cierto sentido explica la segunda.
¿Por qué escuchamos a alguien? ¿Y por qué alguien nos escucha cuando hablamos? Las respuestas pueden ser muchas, y cada uno puede ofrecer aquella que mejor describa su experiencia.
En general, escuchamos a alguien porque consideramos que lo que dice tiene algún valor. Hablará sobre el tiempo o sobre filatelia, sobre las guerras o sobre una novela, pero lo que dice y el modo como lo dice nos interesa.
¿Cuál es, entre los valores posibles, el que más nos lleva a escuchar? Uno que ocupa un espacio único en nuestros corazones: la verdad.
Es cierto que también escuchamos a quienes narran un cuento, y sabemos que lo que dice es pura imaginación. En esos casos, nos interesa saber la “verdad” de lo inventado, qué dice esa narración y cómo la ha construido su inventor.
Pero en muchas otras ocasiones escuchamos a alguien porque pensamos que lo que dice permite conocer cosas nuevas y verdaderas, aunque solo se refieran a los sentimientos y dudas de quien las presenta.
Esas “cosas nuevas” valen según la verdad que ofrecen. Bastantes veces se trata de temas de vida o de muerte. Basta con observar cómo un enfermo escucha al médico que describe su situación y las posibilidades de encontrar una buena terapia.
La experiencia nos enseña que muchas cosas que escuchamos son falsas o imprecisas, y eso duele. Porque si nos dijeron que los vecinos robaron la bicicleta y luego se supo que el ladrón fue un forastero, ¿no da rabia haber escuchado a quien puso en duda la fama de otros?
Más allá de las situaciones en las que sufrimos un engaño, la vida está llena de interlocutores honestos y prudentes, al mismo tiempo que constatamos con satisfacción cómo otros nos escuchan con respeto e, incluso, con un interés vivo y emocionado.
Escuchar a otros resulta una dimensión básica de nuestra experiencia humana en la que el deseo de la verdad ocupa un puesto único. Por eso, aprender a escuchar, y poder dialogar con quienes nos escuchan, es fuente de alegría. Sobre todo cuando, gracias a una conversación, salimos de dudas, superamos engaños, y dimos pasos pequeños o grandes hacia una mejor comprensión del mundo en el que vivimos.