A pesar del aluvión de dolores siempre tendremos la palabra para cobijarnos con ella, pues detrás de todo diálogo hay perpetuamente una ración de humanidad que nos acaba esperanzándonos. Es cierto que cada día es más complicado todo, son tantas las emergencias, que el mundo necesita de asistentes como jamás. La acción humanitaria es hoy vital para todo, máxime cuando las tentaciones son tan perversas, que nos dejan sin verbo. Naciones Unidas, una vez más y como tantas otras veces, nos pide que salgamos de nuestra pasividad para abrazar a los más de 130 millones de personas que en todo el mundo necesitan una mano tendida, una sonrisa de aliento, para poder sobrevivir. La realidad está ahí y cada día son más las personas atormentadas, prendidas por el desconsuelo, víctimas de la sinrazón y de mil crisis que nos acorralan. Ante este desbordante panorama, siempre son pocos los efectivos humanos, pues el ambiente de bochornos e inseguridades alcanza límites que nos dejan sin libertad alguna y con nula sumisión hacia los derechos humanos.
Aumentará, de seguir con esta tónica de irresponsabilidades planetarias, el número de los que piden refugio. Que nadie se empeñe en que los muros solventarán los problemas, tampoco las armas calman los conflictos, es la mano que socorre la que pone orden y calma. Tenemos historias que nos ahorcan. Pasemos de ellas. Miremos hacia adelante. El pasado no tiene futuro. Necesitamos construir un porvenir cada día, cada momento de nuestra existencia. La humanidad no requiere fronteras, en cambio si demanda deferencia. Todo esto adquiere, en el momento presente, un significado especial. Ya está bien de excluir y no acoger, de aislar y no compartir, de matar y no dar vida. En este sentido, resulta altamente preocupante las denuncias de amenazas, agresiones y otros actos intimidatorios, contra los defensores de derechos humanos y representantes de la sociedad civil. No es de recibo descalificar el trabajo de los activistas de las garantías fundamentales y los periodistas, que actúan sin otro interés que dar un poco de luz a los acontecimientos, poniendo en riesgo su integridad física.
Mientras una parte privilegiada de humanos viven en el divertimento permanente; otros, sin embargo, no pueden gozar de ventaja alguna para disfrutar de la increíble diversidad de nuestro planeta y de la belleza del mundo en que vivimos. Son muchos, siempre demasiados, los que necesitan ser socorridos y lo que encuentra son actitudes defensivas y recelosas, desinterés y apatía, una vergüenza para nuestras sociedades que se consideran civilizadas. Sirva como estampa vergonzante de inhumanidad, las deficiencias de micronutrientes, conocidas como «hambre oculta», un verdadero problema de salud pública en América Latina y el Caribe. Sin embargo, en este universo de contrariedades, y justo en la misma territorialidad caribeña, toneladas de alimentos acaban en la basura. Deberíamos tomar en observancia estos desajustes, sobre todo para garantizar hábitos de consumo y producción sostenibles. La humanidad no puede ser destructora de sí misma. Todos estamos llamados a esa acción positiva de los pequeños actos cotidianos de cada día, como pueden ser un saludo o una sonrisa, que no nos cuesta nada, pero que puede cambiar la vida de una persona al sentirse acogido por el otro.
Los moradores de este mundo, desde luego, precisan amarse más y armarse menos, convivir mejor y cohabitar sin tanta fuerza avasalladora, pues los dominios son de todos y los dominantes no debieran existir, ya que lo importante es valorarse en relación a su espíritu donante y estimar mucho más los gestos de fraternidad. La fraternización de la especie sí que sería la gran noticia de la esperanza. Al fin, todo se reduce a pensar más en los demás que en mí, en servir mejor; en coexistir como un poeta, siempre en guardia. Hoy, cuando todo el mundo es un friki de algo, resulta que no pasamos de lo superficial, de una forma de vestir a veces inusual o pintoresca, cuando lo deseable sería profundizar en nuestras propias honduras del alma, que es donde radica nuestra capacidad de acoger y estimar.
Es público y notorio, que únicamente el amor es lo que nos transforma, porque es lo insuperable; aquello que derriba las tapias del aislamiento egoísta, instándonos a crecer unos junto a otros, arropándonos, injertándonos existencia. Precisamente, el continente Europeo, que debiera ser ejemplo de unión y unidad, en ocasiones se desmorona esa estética de alianzas, a mi juicio, por esa falta de apoyo de un espacio fraternizado. No se puede dejar todo a la deriva del interés económico, de las finanzas. La idea europeísta ha de ser más una construcción del espíritu humano que de los mercados, una edificación cimentada en la solidaridad que se encuentra hoy ante el requerimiento ineludible de una reconsideración de la ciudadanía como partícipe de su propio destino.
Si Europa, por sí misma, nos mundializa por su diversidad cultural; un continente tan extenso y poblado como Asia, está llamado a propiciar climas de convivencia más allá del terror; e, igualmente, el continente Africano, a fraternizarnos en la ilusión de crear el mundo que queremos. Si en justicia aspiramos a una paz justa, honrosa y duradera, la mano siempre tiene que estar extendida hacia todos los ámbitos continentales; conciliando y reconciliando, recobrando la concordia de este mundo dispar y abandonando el odio arcaico. Tampoco son suficientes las buenas intenciones, o circular de acá para allá; necesitamos sentirnos acompañados los unos por los otros y, también, acompasados los unos de los otros. Es verdad que la red digital nos lo pone más fácil, pero podemos quedarnos en eso, en la insignificancia de una red de hilos, ya que las personas demandamos querer y ser queridos, sentirnos junto al corazón del análogo. En ocasiones, debemos ir más allá de lo que vemos, sobre todo para denunciar que el planeta es para toda la humanidad, no para unos predilectos tan solo. Entonces, nos daremos cuenta, que no se justifica que algunos ciudadanos soporten vivir con menor dignidad que otros.
Son intensas y variadas las heridas que la humanidad se ha hecho, y se sigue haciendo, a pesar de la formación de las nuevas generaciones. La cultura de nuestro tiempo permanece cómodamente en su sillón de prerrogativas, sin pensar que es el motor de acción hacia ese hombre nuevo que no acaba de renovarse, de redimirse, de perdonarse y de mirar hacia el horizonte de la fraternización. Hace falta salir con valentía a tomar el pulso de la calle, a ponerse del lado del que nadie quiere ver ni oír. La humanidad no ha aprendido aún que la guerra es una locura, y pretende avivar ciudades inteligentes, cuando en realidad lo que hay que activar son pueblos más humanos, urbes más compasivas. Debemos ser más que un mero dato. Olvidamos que tenemos corazón. Que no somos piedras. Ni máquinas. Que somos útiles todos, ya seamos niños, adultos o caminemos por el atardecer de la vida. Quizás para entender esto, necesitemos otro ambiente más auténtico, conducido por la veracidad, y así, poder reencontrarnos con el armónico camino de la paz. Ya se sabe, nuestra propia vida no es aceptable a no ser que el cuerpo y el alma convivan en buena armonía. La proximidad todo lo anima y reanima. Todo esto se experimenta desde el respeto natural de unos hacia los otros. El acercamiento, igualmente, todo lo tranquiliza. Nos hace falta este cultivo. Apuntémonos toda la humanidad. Que no quede nadie sin asistir. Es nuestro derecho, y quizás también nuestro deber, humanizarnos. O lo que es lo mismo: poetizarnos.